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Poco puede argumentarse a favor de ser cruel con un niño, y mucho menos si esta crueldad es motivada por cuestiones de adultos. En la ópera prima de Josip Žuvan, los niños se presentan como las víctimas cruzadas del odio de los mayores. Este relato podría introducirse como ya lo hiciera Shakespeare en una de sus más famosas obras, aludiendo a los viejos odios de dos familias enfrentadas. Garbura es una de esas historias donde los conflictos se heredan, hasta el punto de condicionar las relaciones entre dos familias vecinas cuyas casas están separadas por una carretera sin asfaltar. Tres generaciones conviven en los dos hogares en los que, a pesar de sentirse tan diferentes los unos de los otros, parecen regir unas dinámicas familiares muy similares.

Desde la perspectiva de los niños, Žuvan compone una fábula, con moraleja incluida, sobre la forma en que el odio se filtra en el organismo. Tóxico, solo perceptible con el paso del tiempo, el odio va conquistando los territorios reservados para la inocencia. El moho que va apareciendo en una de las casas, y que tanto preocupa a la madre de Nikola, es la metáfora idónea de ese proceso sutil en el que esos niños están inmersos. La violencia (de los videojuegos, del lenguaje empleado para referirse a ellos, en la brusquedad de las formas con que se relacionan padres e hijos) es una constante en el entorno, y tiene su mayor exponente en la figura de los más ancianos, los que arrastran más rencores y tienen menos capacidad de diálogo. Pero el símbolo por excelencia sobre el que se edifica Garbura es el carburo que da título al film, el mineral que utilizan los niños como explosivo. Aunque para ellos es solo un juego que graban en vídeo (los móviles están presentes durante todo el metraje, muchas veces como elemento disruptivo de los momentos familiares), a un nivel más abstracto es también la prueba irrefutable de que aquello susceptible de implosionar (el carácter, las mentiras, la inocencia), en realidad, potencialmente siempre está haciéndolo.

Cristina Aparicio