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En los últimos años, Mike Flanagan se ha confirmado como uno de los creadores más interesantes del cine de terror; no por su capacidad para generar tensión o miedo (que la tiene: tanto The Haunting of Hill House como la más reciente The Haunting of Bly Manor dan fe de su enorme habilidad en ese campo), sino por su poderosa exploración de las ideas de pérdida y culpa y, sobre todo, por la forma en que sus imágenes traducen esas reflexiones según los códigos de lo fantástico. No es que Flanagan ‘trascienda’ el género del terror, es que lo habita plenamente en la mejor tradición de los grandes autores del mismo: indagando en todos sus recovecos, entendiéndolo como una extensión más de la vida y aprovechando su enorme potencial simbólico. Misa de medianoche no es una excepción en su filmografía.

Aunque se trate de un guion original, el cineasta pone en juego aquí todo lo aprendido del imaginario de Stephen King (a quien ha trasladado felizmente a la pantalla en varias ocasiones) y compone una especie de relectura de El misterio de Salem’s Lot, tomando prestadas, incluso, algunas ideas visuales de la adaptación televisiva realizada por Tobe Hooper en 1979 (los ojos brillantes de los no-muertos, el aspecto del ‘ángel’), pero estilizándola hasta el extremo. Flanagan saca un enorme partido del potencial evocador que surge al hermanar dos conceptos tan amplios como teóricamente opuestos: la fe (y la liturgia) religiosa y el mal más atávico. De esa conexión surge, por un lado, una sugerente estructura que emplea los distintos pasajes de la Biblia –desde el Génesis al Apocalipsis– como via crucis monstruoso. Pero, por otra parte, también pone a disposición del director no uno, sino dos repertorios icónicos: el del cristianismo y el de lo vampírico. Es en la intersección de ambos universos visuales (y en los inquietantes ecos que los vinculan) donde la propuesta se vuelve especialmente poderosa. Pero Flanagan, como siempre, va más allá del mero juego visual, y utiliza ese territorio común de lo ultraterreno para explorar la dimensión profundamente humana de lo que cuenta, reflexionando sobre culpabilidades irresolubles y pecados originales. El desasosiego surge, implacable e ineludible, cuando las imágenes de Misa de medianoche equiparan a dioses y monstruos, y los sitúan a ambos en la tierra. El director de Doctor sueño se atreve incluso a elaborar algún inusual juego de planos y contraplanos para presentar al sacerdote y al exconvicto (los dos pilares de la narración) como una suerte de yin y yang que intercambian posiciones sin fronteras nítidas que los separen. Al fin y al cabo, cuando la fe se convierte en el camino a la perdición, la certidumbre es la mayor amenaza de todas.