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Jurassic World: el reino caído (J. A. Bayona)
El estrangulador de gatos
Juanma Ruiz
Cuenta Peter Biskind en su esencial Moteros tranquilos, toros salvajes que George Lucas se defendió ante su mujer, Marcia, de las críticas por la frialdad de THX-1138 con la siguiente frase: “emocionar al público es fácil. Cualquiera puede hacerlo con los ojos cerrados. Solo tienes que buscar un gatito y hacer que alguien lo estrangule”. Esa podría ser la descripción perfecta de la muy objetable construcción dramática de Jurassic World: El reino caído, y la gran enmienda a la totalidad de un film que tampoco se sostiene bien en la suma de sus partes. Porque cohabitan aquí dos películas distintas: la primera es el consabido relato en la isla de los dinosaurios, y ahí se muestra como un remedo torpe y deslavazado de las cintas precedentes (todas y cada una de ellas superiores a esta), donde la lógica interna brilla por su ausencia tanto en la construcción de la trama como en la de los personajes. Pero a partir de la mitad del metraje, el film muta en un extraño cóctel que mezcla todo lo anterior con una película de terror. Esta propuesta, a priori llena de posibilidades para escapar de la reiteración, tampoco escapa a la sensación de clichés y recursos de manual. J. A. Bayona acaba componiendo un pastiche que hilvana la saga jurásica con El orfanato, sintetizado en el monstruo que acaba campando a sus anchas por una enorme y tétrica mansión: un híbrido que trata de integrar el ADN de dos cosas a la vez y que no es enteramente ninguna de ellas. Una criatura de laboratorio vendida por sus creadores como inteligente y novedosa, pero que se muestra sobre la pantalla torpe y repetitiva.
Porque, más allá de un guion que no para de acumular elementos de imposible convivencia –dinosaurios, clones, científicos locos, enigmáticas amas de llaves…–, las soluciones de puesta en escena son, en el mejor de los casos, pobres imitaciones del Parque Jurásico original (desfilan por la pantalla imágenes e ideas prácticamente fotocopiadas de todas y cada una de las escenas de acción de aquel film, desde el prólogo hasta la célebre secuencia de la cocina) y, en el peor, la dolorosa admisión de que el talento visual no se hereda junto con la franquicia. En cierto momento, el personaje interpretado por Bryce Dallas Howard relata las sensaciones que se producen al encontrarse por primera vez frente a un dinosaurio: solo palabras para algo que Steven Spielberg resumía en un solo y poderosísimo plano-contraplano. La diferencia, en definitiva, entre explicar y expresar.
Pero por encima de todo, el problema está en esa ‘pornografía emocional’ que se resume en estrangular gatitos (o, para el caso, dinosaurios) en pantalla. Donde Spielberg o incluso Trevorrow construían cuidadosamente los procesos de identificación y empatía con sus criaturas, Bayona se encarga de ahogarlas, asfixiarlas y enterrarlas en lava con planos sostenidos sin que le tiemble el pulso. La catástrofe natural en primer plano como pretendido catalizador de la lágrima.
A lo largo de cinco entregas y desde la seminal novela de Michael Crichton, se ha ido perfilando una figura arquetípica como villano quintaesencial en la saga (ya fuera con los rasgos de Richard Attenborough, B. D. Wong, Arliss Howard o Vincent D’Onofrio): el individuo que utiliza a los dinosaurios como explotación nostálgica y económica sin un atisbo de cariño sincero por sus creaciones. Con Jurassic World: el reino caído, J. A. Bayona pasa a formar parte de esa lista.
Star Trek: Más allá (Justin Lin)
Juanma Ruiz.
Conviven dos almas en Star Trek: más allá, y no son, a priori, fácilmente reconciliables. Por un lado, esta tercera entrega busca mantener el tono que J. J. Abrams imprimió a las dos cintas precedentes: la aventura ligera de ritmo veloz, cercana a los códigos de la space opera. En este sentido, Justin Lin, director de varias entregas de la serie Fast and Furious, no duda en filmar aquí persecuciones improbables y acrobacias en motocicleta.
También puede leerse la influencia de otro blockbuster espacial: el Guardianes de la galaxia de James Gunn, de tono mucho más desenfadado y ‘canalla’. La batalla del último acto de la película, estridente y desbocada al ritmo de la música de los Beastie Boys, así parece indicarlo. Entretanto, Lin deja que la cámara flote con soltura en algunas de las escenas que tienen lugar en el vacío, obviando las nociones de ‘arriba’ y ‘abajo’ y creando momentos de gran belleza, como la presentación de la estación espacial de Yorktown. Cabe lamentar, sin embargo, que el director se vea, con frecuencia, perdido en las escenas de acción (las que se le presuponen su punto fuerte), que adolecen de una narración confusa y frenética.
Todo esto se combina con pasajes en los que la cadencia del film se frena, casi en seco, para permitir que los personajes dialoguen, interactúen, reflexionen… aquí es donde se encuentra esa segunda alma de la película, que resulta mucho más cercana a la serie televisiva original que al ‘modelo Abrams’. El tono del Star Trek fundacional de Gene Roddenberry (colindante por momentos con el western y otros géneros de ‘exploración de la frontera’), o incluso de la descendiente directa de aquella, Star Trek: la nueva generación, asoma intermitentemente y sin solución de continuidad por los pliegues de un blockbuster más convencional. Esta alternancia tonal acaba por crear una cinta sincopada, a veces descompensada, pero que se mantiene en casi todo su metraje como una solvente película de aventuras.
David Lynch
AVANCE
Traducir las ideas
Juanma Ruiz
La reciente edición ‘Trans’ del Festival Rizoma se ha centrado en la interrelación de los medios artísticos. El invitado de honor ha sido un creador de profundo carácter interdisciplinar como David Lynch, cuya visita a Madrid para clausurar el certamen nos permite hablar con él sobre algunos aspectos y puntos clave de su obra.
¿Qué diferencias hay en el modo en que afronta su trabajo dependiendo del medio para el que lo haga?
El medio es el que te habla. Por ejemplo, la litografía: yo nunca la había trabajado, y tuve la oportunidad de hacerlo. Así que no sabía lo que estaba haciendo, pero empecé. Y el medio comenzó a hablarme, y así se estableció una acción-reacción: haces algo, ves cómo reacciona el medio, y eso te indica el siguiente paso. Así que es acción-reacción; el medio te enseña qué debes hacer para conseguir lo que quieres. Es algo muy bello, y sucede con todos los medios. Se establece un diálogo con cada uno de ellos y las ideas fluyen a partir de ese diálogo.
Su cine parece darle mucha importancia a las texturas…
¡Me encantan las texturas!
¿Eso tiene que ver con su formación como pintor?
Posiblemente. Me gustan lo que podríamos denominar ‘fenómenos orgánicos’. Me gustan todo tipo de materiales. Es fascinante observar la piedra, o una planta, o la formica de esta mesa… todos son distintos, y es fantástico… cuando trabajas con ellos, es maravilloso. Me encanta la madera… adoro la madera. Me gustan el cemento y el cristal… pero me gusta la carne y la tierra, el aceite, el fuego, el humo… Me gusta lo orgánico: las cosas que crecen, y las cosas que se descomponen. Hay una cantidad enorme de texturas en ambos lados del proceso.
Se suele hablar de su obra como surrealista y onírica, pero parece surgir casi siempre del mundo convencional y ‘normal’, como si buscase la fascinación en los aspectos más aburridos del mundo cotidiano.
No trato de encontrar nada. Son las ideas las que me buscan. No es como si yo estuviera buscando algo: me limito a traducir a un medio concreto una idea de la que me he enamorado. Por eso siempre digo que cada película representa una idea de la que me enamoré. Las ideas vienen, y yo trato de representarlas en algún medio.
Lee la entrevista completa en Caimán CdC nº 21, ya a la venta
Fotografía: © Mario Martín – Festival Rizoma
Fallece Patrice Chéreau
Patrice Chéreau, director de teatro y cine
Juanma Ruiz
Patrice Chéreau fue un hombre de escena en el más amplio sentido del término. Nació en Lézigné, 2 de noviembre de 1944, en el seno de una familia de pintores, y ya desde la adolescencia comenzó una carrera interpretativa que pronto le llevó a trabajar la dirección teatral y a ganarse la etiqueta de ‘niño prodigio’ del arte dramático. Empezó a dirigir pequeños teatros, y en 1969 pasó de dirigir el Théâtre de Sartrouville a integrar el Piccolo Teatro de Milán. Ese mismo año dirigió su primera incursión en la ópera, La italiana en Argel, de Rossini. En la década de los setenta dirige, entre otras, Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach (en la Ópera de París), y la tetralogía del Nibelungo de Wagner, y comienza asimismo su carrera como cineasta, con La carne de la orquídea (La Chair de l’orchidée, 1975), adaptación de la novela de misterio homónima de James Hadley Chase. A partir de entonces compaginó los montajes teatrales y operísticos con la dirección cinematográfica, con resultados más que notables en ambos campos. Si hay alguna frontera entre el escenario y la pantalla de cine, Chereau no pareció acusarla. Tampoco llegó a abandonar el oficio interpretativo, y como actor intervino en filmes de Andrzej Wajda, Youssef Chahine, Michael Mann, Raoul Ruiz o Michael Haneke. Tras la cámara, demostró la misma valentía que frente a las tablas (“está bien ser odiado”, llegó a declarar), y filmes como Intimidad le valieron tanto el aplauso de la crítica internacional como la polémica. Con La reina Margot, Los que me quieren cogerán el tren o Su hermano (Son frére) cosechó premios por los festivales internacionales más importantes, desde Cannes a Venecia o Berlín.
Hombre de escena, decíamos, valiente, enérgico y, cuando la ocasión lo requería, transgresor, Chéreau ha sido una de las figuras capitales del teatro francés y un cineasta incontestable, de tal modo que sería inútil tratar de supeditar una de sus facetas a la otra. En palabras de Àngel Quintana, Chéreau fue “un gran hombre de teatro –y ópera– que hizo cine para poder acercarse más al cuerpo de los actores y las actrices, para romperlos, rasgarlos y hacer estallar toda su energía”. Su muerte, consecuencia de un cáncer de pulmón, viene, demasiado pronto, a truncar una trayectoria fulgurante y de incontestable relevancia.