Posts Tagged ‘Juanma Ruiz’

Sandman (versión ampliada de Caimán CdC nº 169)

Buenos presagios

Cada cierto tiempo llegan a la pantalla adaptaciones de obras que hasta entonces se consideraban imposibles de filmar. La etiqueta de ‘infilmable’, invariablemente falsa, se suele atribuir a novelas cuya complejidad narrativa desafía a las reglas homogeneizantes y simplificadoras de los manuales de guion hollywoodienses. Así, la infilmable Dune ha estrenado en 2021 su tercera versión audiovisual, mientras que el Quijote, la novela inabarcable por antonomasia, ha visto innumerables traslaciones al cine y la televisión, con distinto grado de fidelidad y calidad. El desafío estriba, pues, en la capacidad de los autores para liberarse de imposiciones y convencionalismos e incorporar en el proceso de adaptación el abanico de detalles y ramificaciones de las obras originales, sin renunciar a su vez al carácter cinematográfico del medio de destino.

El cómic The Sandman, aparecido en 1988, también había sido incluido en esa categoría. Su carácter expansivo, la meticulosa construcción de su enorme plantel de personajes y, sobre todo, la forma en que el guionista Neil Gaiman fue construyendo capas y capas de significado a lo largo de sus 75 números justificaban el escepticismo. Sin embargo, esta primera temporada se salda con un buen puñado de aciertos y, sobre todo, de buenos presagios.

La principal virtud de la serie de Allan Heinberg y David S. Goyer es el equilibrio. Por un lado, entre la fidelidad (a veces casi obsesiva) al material original y la libertad para moldearlo de manera flexible, sin sacralizar cada detalle, e incluso puliendo algunas aristas del trabajo de un Gaiman casi primerizo. Por otro, equilibrio entre el alma pulp de sus historias y su raigambre en la tradición literaria británica, de William Shakespeare a G. K. Chesterton, invocados con toda intención en diversos momentos de la temporada. Pero equilibrio también, y sobre todo, entre las servidumbres de la industria televisiva a la hora de dotar a las tramas de una estructura más o menos convencional y la habilidad para preservar todas las digresiones que el cómic incorporaba a su estructura quijotesca en forma de pequeños relatos autoconclusivos. The Sandman no tiene miedo de introducir fuertes cambios de ritmo en la narración; de detener casi por completo la progresión de un relato de largo alcance para explorar un pequeño rincón de su propio universo de ficción, ya sea el rincón de una taberna, un diner americano o el hotel donde se celebra una convención anual. Y, en el proceso, va plantando semillas que darán su fruto varios capítulos más tarde, e incluso sembrando sin aspavientos el hipotético final de la historia, a varias temporadas vista.

Cobra forma así una serie que, lejos de banalizar su radiografía del ser humano a través de la idea (literal y metafórica) del sueño, se toma su tiempo para insuflarle vida y matices, apoyándose en los efectos digitales para trasladar la explosión imaginativa del cómic pero sin dejarse devorar por ellos. Porque el corazón de The Sandman reside en la humanidad de sus personajes, protagonistas y secundarios, y en esto también sale airosa esta primera temporada: el festín visual de los mundos fantásticos no viene a disimular un vacío discursivo, sino a potenciar y alimentar una reflexión (o varias decenas de ellas) sobre el alma, la muerte, el impulso creativo y la propia identidad. No es poca cosa para una obra, decían, imposible de filmar.

 

Misa de medianoche (Mike Flanagan)

En los últimos años, Mike Flanagan se ha confirmado como uno de los creadores más interesantes del cine de terror; no por su capacidad para generar tensión o miedo (que la tiene: tanto The Haunting of Hill House como la más reciente The Haunting of Bly Manor dan fe de su enorme habilidad en ese campo), sino por su poderosa exploración de las ideas de pérdida y culpa y, sobre todo, por la forma en que sus imágenes traducen esas reflexiones según los códigos de lo fantástico. No es que Flanagan ‘trascienda’ el género del terror, es que lo habita plenamente en la mejor tradición de los grandes autores del mismo: indagando en todos sus recovecos, entendiéndolo como una extensión más de la vida y aprovechando su enorme potencial simbólico. Misa de medianoche no es una excepción en su filmografía.

Aunque se trate de un guion original, el cineasta pone en juego aquí todo lo aprendido del imaginario de Stephen King (a quien ha trasladado felizmente a la pantalla en varias ocasiones) y compone una especie de relectura de El misterio de Salem’s Lot, tomando prestadas, incluso, algunas ideas visuales de la adaptación televisiva realizada por Tobe Hooper en 1979 (los ojos brillantes de los no-muertos, el aspecto del ‘ángel’), pero estilizándola hasta el extremo. Flanagan saca un enorme partido del potencial evocador que surge al hermanar dos conceptos tan amplios como teóricamente opuestos: la fe (y la liturgia) religiosa y el mal más atávico. De esa conexión surge, por un lado, una sugerente estructura que emplea los distintos pasajes de la Biblia –desde el Génesis al Apocalipsis– como via crucis monstruoso. Pero, por otra parte, también pone a disposición del director no uno, sino dos repertorios icónicos: el del cristianismo y el de lo vampírico. Es en la intersección de ambos universos visuales (y en los inquietantes ecos que los vinculan) donde la propuesta se vuelve especialmente poderosa. Pero Flanagan, como siempre, va más allá del mero juego visual, y utiliza ese territorio común de lo ultraterreno para explorar la dimensión profundamente humana de lo que cuenta, reflexionando sobre culpabilidades irresolubles y pecados originales. El desasosiego surge, implacable e ineludible, cuando las imágenes de Misa de medianoche equiparan a dioses y monstruos, y los sitúan a ambos en la tierra. El director de Doctor sueño se atreve incluso a elaborar algún inusual juego de planos y contraplanos para presentar al sacerdote y al exconvicto (los dos pilares de la narración) como una suerte de yin y yang que intercambian posiciones sin fronteras nítidas que los separen. Al fin y al cabo, cuando la fe se convierte en el camino a la perdición, la certidumbre es la mayor amenaza de todas.

 

Bruja Escarlata y Visión (Jac Schaeffer, Matt Shakman)

Tras concluir con Vengadores: Endgame su primera gran epopeya (una gran trama tejida a lo largo de veintidós largometrajes), el estudio Marvel regresa necesariamente a una dimensión más pequeña, más íntima, para –presumiblemente– volver a edificar poco a poco su siguiente gran saga. Quizá gracias a este cambio de escala, Bruja Escarlata y Visión se presenta como una de las apuestas más libres del estudio. En primer lugar, porque puede centrarse en dos personajes que hasta la fecha habían estado relegados a un discreto segundo término: Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen) y el recientemente fallecido Visión (Paul Bettany), sobre cuya súbita reaparición se construye el misterio central de la serie. Pero también porque la showrunner Jac Schaeffer y el director Matt Shakman se permiten realizar un curioso experimento audiovisual.

Con el componente mágico como coartada, Visión y Wanda efectúan un recorrido por la sitcom norteamericana desde los años cincuenta hasta el siglo XXI, a razón de un episodio por década aproximadamente, mientras la serie va adoptando sus formas, su tipo de humor y sus estilemas: si el primer capítulo es una reformulación de The Dick van Dyke Show, el quinto evoca a Padres forzosos, y el séptimo presentará el humor más ácido y las rupturas de la cuarta pared de Modern Family o The Office. Pero lo que podría ser un simple objeto referencial se erige en un juego de duplicidades: el espejismo de las risas enlatadas esconde un relato amargo sobre el duelo y la pérdida, el formato 1:1,33 de la ensoñación enmascara una realidad despiadada filmada en ratio panorámico, y la comedia de situación es solo el bonito disfraz de un sueño americano lleno de sombras, empaquetado como idílico producto de marketing a ojos de una inmigrante de Europa del Este. Todo ello, eso sí, sin abandonar el género superheroico y sus vistosos peajes de acción y aventura. Las máscaras, inevitablemente, acabarán por caer, demostrando la incómoda verdad de la sociedad estadounidense: que en el sótano de cada I Love Lucy existe una familia Munster.

Soul (Pete Docter)

Podría verse Soul como la aplicación sofisticada de una fórmula ensayada previamente en Del revés (2015), el anterior largometraje de Pete Docter. Ciertamente, no son pocos los puntos en común entre dos obras que, si bien son plenamente coherentes en su discurso y ‘moraleja’ con toda la trayectoria previa de Pixar, se apartan del resto de títulos de la factoría en su concepción: ambas trascienden la materialidad de Toy Story, Cars o Brave para poner la animación al servicio de elementos etéreos y simbólicos, ya sean las emociones o, en este caso, el alma. Y ambas ofrecen, también, el equivalente cinematográfico de un manual de autoayuda. Pero, allí donde Del revés optaba por una ejecución igual de sencilla (o simple) que su trasfondo, con su aplicación de formas esquemáticas y colores primarios a los sentimientos básicos del ser humano, en su nuevo  trabajo Docter apuesta por hilar más fino, y propone un desarrollo menos previsible en sus vericuetos (que no en su resolución) y, sobre todo, un elaboradísimo diseño visual que se convierte en la mayor virtud del film.

Jugando con el doble sentido –metafísico y musical– de la palabra inglesa soul, la película plantea una historia reconocible (las aspiraciones de un profesor de música afroamericano, a quien presta su voz Jamie Foxx, de convertirse en un exitoso pianista de jazz) para a continuación resituar el relato en el plano inmaterial de las almas por medio de un súbito golpe de timón argumental. No será el único cambio de rumbo de una cinta que parece querer mimetizarse con el desarrollo improvisacional del jazz: más adelante, un nuevo giro devolverá la historia al mundo físico, emparentándola con las películas de ‘intercambio de cuerpos’ que son casi un subgénero en sí mismas dentro de la comedia hollywoodiense.

Pero, más allá de la excelencia técnica de todo el film (al fin y al cabo, a estas alturas no se le exige menos a un producto surgido del laboratorio Pixar), es en el reino espiritual donde brilla especialmente la labor de diseño de Soul. Sobre todo en lo tocante a las luminiscentes almas, menos maniqueas –en términos visuales– que las emociones de la cinta precedente, y que bien podrían haber salido de la imaginación de Hayao Miyazaki: su aspecto, a la vez estilizado y amable, viene a hermanarlas directamente con los kodama de La princesa Mononoke o los distintos espíritus que pueblan Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro. Por el contrario, los seres bidimensionales que se encargan de pastorear a las almas son de una brillante simplicidad, basados en largas líneas rectas frente a las curvas suaves de aquellas. Esta concepción esquemática ofrece sus mejores resultados con Terry, el ‘villano’ de la función (o, en todo caso, lo más parecido que hay en ella a un antagonista), cuyos trazos angulares se integran en distintos elementos del mundo real mientras persigue a los protagonistas por la ciudad de Nueva York.

En definitiva, son las distintas decisiones formales las que permiten a Soul trascender su elemental mensaje de carpe diem para situar a la película como una de las propuestas más sólidas de Pixar, quizá menos redonda y exuberante que Coco (2017), pero seductora por sus cualidades intangibles como una balada de Aretha Franklin.

The Mandalorian (temporada 2)

El vínculo entre Akira Kurosawa y Sergio Leone es bien conocido, y representado idealmente en las cintas Yojimbo, dirigida por el primero en 1961, y su remake Por un puñado de dólares, filmada tres años después por el segundo. Las claves del género chanbara se trasladan con facilidad al western, y Leone supo sacar partido de esta compatibilidad natural. Por su parte, en 1977 George Lucas vino a demostrar una afinidad similar entre las películas de samuráis de Kurosawa y la fantasía espacial de La guerra de las galaxias. Así pues, silogismo mediante, parecía inevitable que tarde o temprano se reunieran los tres universos en una misma obra. Es lo que ha ocurrido en la segunda temporada de The Mandalorian, una serie que ya había coqueteado con el género del Oeste y se abandona ahora por completo a él desde el primer episodio, titulado significativamente ‘The Marshal’. Jon Favreau deambula con naturalidad desde las películas de vaqueros hasta la atmósfera del período Edo japonés (el episodio ‘The Jedi’, con la ejemplar dirección de Dave Filoni, podría ser un nuevo remake inconfeso de la propia Yojimbo), sin abandonar en ningún momento las señas de identidad de la saga galáctica, pero a la vez creando algo nuevo y distinto en el camino. Una colisión entre lo viejo y lo nuevo ejemplificada a la perfección en la partitura de Ludwig Göransson; el compositor no teme incorporar sonidos étnicos o electrónicos a un universo tradicionalmente definido por los scores sinfónicos de John Williams.

Pero Favreau no se queda ahí, y convierte la temporada en un monumental ejercicio transmedia que recoge hilos narrativos no solo de los largometrajes precedentes, sino también de las series de animación (Clone Wars), novelas (Star Wars: Consecuencias) y hasta viejos videojuegos de los años noventa (Star Wars: Dark Forces). Es una mirada lúdicamente inclusiva al pasado de la saga, que sitúa a The Mandalorian como enorme campo de juegos, laboratorio de experimentación y reciclaje y, sobre todo, firme apuesta por el futuro de la franquicia.

Publicado en Caimán CdC nº 100 (151), enero de 2021

TOP TEN CANNES 2019

Carlos F. Heredero

1- PARASITE (Bong Joon-ho)

2- DOLOR Y GLORIA (Pedro Almodóvar)

3- FRANKIE (Ira Sachs)

4- ROUBAIX, UNE LUMIÉRE (Arnaud Desplechin)

5- JEANNE (Bruno Dumont)

6- BACURAU (Kleber Mendonçca Filho y Juliano Dornelles)

7- IT MUST BE HEAVEN (Elia Suleiman)

8- IL TRADITORE (Marco Bellocchio)

9- O QUE ARDE (Oliver Laxe)

10- PORTRAIT DE UNE JEUNE FILLE EN FEU (Céline Sciamma)

Eulália Iglesias

1- IL TRADITORE (Marco Bellocchio)

2- PARASITE (Bong Joon-ho)

3- PORTRAIT DE UNE JEUNE FILLE EN FEU (Céline Sciamma)

4- ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD (Quentin Tarantino)

5- JEAN (Bruno Dumont)

6- LIBERTÉ (Albert Serra)

7- ZOMBI CHILD (Bertrand Bonello)

8- BEANPOLE (Kantemir Balagov)

9- BACURAU (Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles)

10- POR EL DINERO (Alejo Moguillansky)

Jaime Pena

1- PARASITE (Bong Joon Ho)

2- LIBERTÉ (Albert Serra)

3- ATLANTIQUE (Mati Diop)

4- IL TRADITORE (Marco Bellocchio)

5- O QUE ARDE (Oliver Laxe)

6- MEKTOUB, MY LOVE: INTERMEZZO (Abdellatif Kechiche)

7- LA GOMERA (Corneliu Porumboiu)

8- IT MUST BE HEAVEN (Elia Suleiman)

9- PORTRAIT DE UNE JEUNE FILLE EN FEU (Céline Sciamma)

10- ALICE ET LE MAIRE (Nicolas Parisier)

Àngel Quintana

1- MAKTOUB MY LOVE. INTERMEZZO (Abdellatif Kechiche)

2- IL TRADITORE (Marco Bellocchio)

3- LIBERTÉ (Albert Serra)

4- FRANKIE (Ira Sachs)

5- ONCE UPON A TIME… IN HOLLYWOOD (Quentin Tarantino)

6- ROUBAIX: UNE LUMIÈRE (Arnaud Desplechin)

7- JEANNE (Bruno Dumont)

8- ZOMBI CHILD (Bertrand Bonello)

9- ETRE VIVANT EL LE SAVOIR (Alain Cavalier)

10- PORTRAIT DE LA JEUNE FILLE EN FEU (Celine Sciama)

Juanma Ruiz

1- DOLOR Y GLORIA (Pedro Almodóvar)

2- BACURAU (Kleber Mendonça Filho, Juliano Dornelles)

3- PARASITE (Bong Joon-Ho)

4- LA GOMERA (Corneliu Porumboiu)

5-  THE HALT (Lav Diaz)

6- PORTRAIT DE LA JEUNE FILLE EN FEU (Céline Sciamma)

7- ONCE UPON A TIME… IN HOLLYWOOD (Quentin Tarantino)

8-  THE LIGHTHOUSE (Robert Eggers)

9- TLAMESS (Ala Eddine Slim)

10- POR EL DINERO (Alejo Moguillansky)

Violeta Kovacsics

1- PORTRAIT DE LA JEUNE FILLE EN FEU (Céline Sciamma)

2- JEANNE (Bruno Dumont)

3- PARASITE (Bong Joon-ho)

4- ZOMBI CHILD (Bertrand Bonello)

5- ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD (Quentin Tarantino)

6- ROUBAIX, UNE LUMIÈRE (Arnaud Desplechin)

7- LA GOMERA (Corneliu Porumboiu)

8- LIBERTÉ (Albert Serra)

9- THE LIGHTHOUSE (Robert Eggers)

10- O QUE ARDE (Oliver Laxe)

Jurassic World: el reino caído (J. A. Bayona)

El estrangulador de gatos
Juanma Ruiz

Cuenta Peter Biskind en su esencial Moteros tranquilos, toros salvajes que George Lucas se defendió ante su mujer, Marcia, de las críticas por la frialdad de THX-1138 con la siguiente frase: “emocionar al público es fácil. Cualquiera puede hacerlo con los ojos cerrados. Solo tienes que buscar un gatito y hacer que alguien lo estrangule”. Esa podría ser la descripción perfecta de la muy objetable construcción dramática de Jurassic World: El reino caído, y la gran enmienda a la totalidad de un film que tampoco se sostiene bien en la suma de sus partes. Porque cohabitan aquí dos películas distintas: la primera es el consabido relato en la isla de los dinosaurios, y ahí se muestra como un remedo torpe y deslavazado de las cintas precedentes (todas y cada una de ellas superiores a esta), donde la lógica interna brilla por su ausencia tanto en la construcción de la trama como en la de los personajes. Pero a partir de la mitad del metraje, el film muta en un extraño cóctel que mezcla todo lo anterior con una película de terror. Esta propuesta, a priori llena de posibilidades para escapar de la reiteración, tampoco escapa a la sensación de clichés y recursos de manual. J. A. Bayona acaba componiendo un pastiche que hilvana la saga jurásica con El orfanato, sintetizado en el monstruo que acaba campando a sus anchas por una enorme y tétrica mansión: un híbrido que trata de integrar el ADN de dos cosas a la vez y que no es enteramente ninguna de ellas. Una criatura de laboratorio vendida por sus creadores como inteligente y novedosa, pero que se muestra sobre la pantalla torpe y repetitiva.

Porque, más allá de un guion que no para de acumular elementos de imposible convivencia –dinosaurios, clones, científicos locos, enigmáticas amas de llaves…–, las soluciones de puesta en escena son, en el mejor de los casos, pobres imitaciones del Parque Jurásico original (desfilan por la pantalla imágenes e ideas prácticamente fotocopiadas de todas y cada una de las escenas de acción de aquel film, desde el prólogo hasta la célebre secuencia de la cocina) y, en el peor, la dolorosa admisión de que el talento visual no se hereda junto con la franquicia. En cierto momento, el personaje interpretado por Bryce Dallas Howard relata las sensaciones que se producen al encontrarse por primera vez frente a un dinosaurio: solo palabras para algo que Steven Spielberg resumía en un solo y poderosísimo plano-contraplano. La diferencia, en definitiva, entre explicar y expresar.

Pero por encima de todo, el problema está en esa ‘pornografía emocional’ que se resume en estrangular gatitos (o, para el caso, dinosaurios) en pantalla. Donde Spielberg o incluso Trevorrow construían cuidadosamente los procesos de identificación y empatía con sus criaturas, Bayona se encarga de ahogarlas, asfixiarlas y enterrarlas en lava con planos sostenidos sin que le tiemble el pulso. La catástrofe natural en primer plano como pretendido catalizador de la lágrima.

A lo largo de cinco entregas y desde la seminal novela de Michael Crichton, se ha ido perfilando una figura arquetípica como villano quintaesencial en la saga (ya fuera con los rasgos de Richard Attenborough, B. D. Wong, Arliss Howard o Vincent D’Onofrio): el individuo que utiliza a los dinosaurios como explotación nostálgica y económica sin un atisbo de cariño sincero por sus creaciones. Con Jurassic World: el reino caído, J. A. Bayona pasa a formar parte de esa lista.

Star Trek: Más allá (Justin Lin)

Juanma Ruiz.

Conviven dos almas en Star Trek: más allá, y no son, a priori, fácilmente reconciliables. Por un lado, esta tercera entrega busca mantener el tono que J. J. Abrams imprimió a las dos cintas precedentes: la aventura ligera de ritmo veloz, cercana a los códigos de la space opera. En este sentido, Justin Lin, director de varias entregas de la serie Fast and Furious, no duda en filmar aquí persecuciones improbables y acrobacias en motocicleta.

También puede leerse la influencia de otro blockbuster espacial: el Guardianes de la galaxia de James Gunn, de tono mucho más desenfadado y ‘canalla’. La batalla del último acto de la película, estridente y desbocada al ritmo de la música de los Beastie Boys, así parece indicarlo. Entretanto, Lin deja que la cámara flote con soltura en algunas de las escenas que tienen lugar en el vacío, obviando las nociones de ‘arriba’ y ‘abajo’ y creando momentos de gran belleza, como la presentación de la estación espacial de Yorktown. Cabe lamentar, sin embargo, que el director se vea, con frecuencia, perdido en las escenas de acción (las que se le presuponen su punto fuerte), que adolecen de una narración confusa y frenética.

Todo esto se combina con pasajes en los que la cadencia del film se frena, casi en seco, para permitir que los personajes dialoguen, interactúen, reflexionen… aquí es donde se encuentra esa segunda alma de la película, que resulta mucho más cercana a la serie televisiva original que al ‘modelo Abrams’. El tono del Star Trek fundacional de Gene Roddenberry (colindante por momentos con el western y otros géneros de ‘exploración de la frontera’), o incluso de la descendiente directa de aquella, Star Trek: la nueva generación, asoma intermitentemente y sin solución de continuidad por los pliegues de un blockbuster más convencional. Esta alternancia tonal acaba por crear una cinta sincopada, a veces descompensada, pero que se mantiene en casi todo su metraje como una solvente película de aventuras.

David Lynch

AVANCE

Traducir las ideas

Juanma Ruiz

La reciente edición ‘Trans’ del Festival Rizoma se ha centrado en la interrelación de los medios artísticos. El invitado de honor ha sido un creador de profundo carácter interdisciplinar como David Lynch, cuya visita a Madrid para clausurar el certamen nos permite hablar con él sobre algunos aspectos y puntos clave de su obra.

¿Qué diferencias hay en el modo en que afronta su trabajo dependiendo del medio para el que lo haga?
El medio es el que te habla. Por ejemplo, la litografía: yo nunca la había trabajado, y tuve la oportunidad de hacerlo. Así que no sabía lo que estaba haciendo, pero empecé. Y el medio comenzó a hablarme, y así se estableció una acción-reacción: haces algo, ves cómo reacciona el medio, y eso te indica el siguiente paso. Así que es acción-reacción; el medio te enseña qué debes hacer para conseguir lo que quieres. Es algo muy bello, y sucede con todos los medios. Se establece un diálogo con cada uno de ellos y las ideas fluyen a partir de ese diálogo.

Su cine parece darle mucha importancia a las texturas…
¡Me encantan las texturas!

¿Eso tiene que ver con su formación como pintor?
Posiblemente. Me gustan lo que podríamos denominar ‘fenómenos orgánicos’. Me gustan todo tipo de materiales. Es fascinante observar la piedra, o una planta, o la formica de esta mesa… todos son distintos, y es fantástico… cuando trabajas con ellos, es maravilloso. Me encanta la madera… adoro la madera. Me gustan el cemento y el cristal… pero me gusta la carne y la tierra, el aceite, el fuego, el humo… Me gusta lo orgánico: las cosas que crecen, y las cosas que se descomponen. Hay una cantidad enorme de texturas en ambos lados del proceso.

Se suele hablar de su obra como surrealista y onírica, pero parece surgir casi siempre del mundo convencional y ‘normal’, como si buscase la fascinación en los aspectos más aburridos del mundo cotidiano.
No trato de encontrar nada. Son las ideas las que me buscan. No es como si yo estuviera buscando algo: me limito a traducir a un medio concreto una idea de la que me he enamorado. Por eso siempre digo que cada película representa una idea de la que me enamoré. Las ideas vienen, y yo trato de representarlas en algún medio.

Lee la entrevista completa en Caimán CdC nº 21, ya a la venta

Fotografía: © Mario Martín – Festival Rizoma

Fallece Patrice Chéreau

Patrice Chéreau, director de teatro y cine

Juanma Ruiz

Patrice Chéreau fue un hombre de escena en el más amplio sentido del término. Nació en Lézigné, 2 de noviembre de 1944, en el seno de una familia de pintores, y ya desde la adolescencia comenzó una carrera interpretativa que pronto le llevó a trabajar la dirección teatral y a ganarse la etiqueta de ‘niño prodigio’ del arte dramático. Empezó a dirigir pequeños teatros, y en 1969 pasó de dirigir el Théâtre de Sartrouville a integrar el Piccolo Teatro de Milán. Ese mismo año dirigió su primera incursión en la ópera, La italiana en Argel, de Rossini. En la década de los setenta dirige, entre otras, Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach (en la Ópera de París), y la tetralogía del Nibelungo de Wagner, y comienza asimismo su carrera como cineasta, con La carne de la orquídea (La Chair de l’orchidée, 1975), adaptación de la novela de misterio homónima de James Hadley Chase. A partir de entonces compaginó los montajes teatrales y operísticos con la dirección cinematográfica,  con resultados más que notables en ambos campos. Si hay alguna frontera entre el escenario y la pantalla de cine, Chereau no pareció acusarla. Tampoco llegó a abandonar el oficio interpretativo, y como actor intervino en filmes de Andrzej Wajda, Youssef Chahine, Michael Mann, Raoul Ruiz o Michael Haneke. Tras la cámara, demostró la misma valentía que frente a las tablas (“está bien ser odiado”, llegó a declarar), y filmes como Intimidad le valieron tanto el aplauso de la crítica internacional como la polémica. Con La reina Margot, Los que me quieren cogerán el tren o Su hermano (Son frére) cosechó premios por los festivales internacionales más importantes, desde Cannes a Venecia o Berlín.

 Hombre de escena, decíamos, valiente, enérgico y, cuando la ocasión lo requería, transgresor, Chéreau ha sido una de las figuras capitales del teatro francés y un cineasta incontestable, de tal modo que sería inútil tratar de supeditar una de sus facetas a la otra. En palabras de Àngel Quintana, Chéreau fue “un gran hombre de teatro –y ópera– que hizo cine para poder acercarse más al cuerpo de los actores y las actrices, para romperlos, rasgarlos y hacer estallar toda su energía”. Su muerte, consecuencia de un cáncer de pulmón, viene, demasiado pronto, a truncar una trayectoria fulgurante y de incontestable relevancia.