Contra el concepto de la fugacidad del tiempo podría oponerse otra idea de manera incontestable: la memoria. Que el tiempo pasa y vuela es una realidad, pero la eternidad entendida como permanencia depende de lo que uno es capaz de recordar. Con este primer largometraje, Sylvia Le Fanu compone un alegato en favor de lo eterno, del tiempo detenido que perdura, el que se queda para siempre. La protagonista de esta historia, Fanny, es una adolescente para quien solo existe el presente. Tanto miedo le da el futuro, que está sumida en una especie de negación que le impide asimilar la inminente muerte de su madre enferma. Partiendo de esta premisa, la realizadora abraza la finitud de la vida con esa perspectiva luminosa que pone el acento en lo que se queda. La elección del verano para ubicar esta historia también insiste en la trascendencia que, de alguna forma, tienen ciertos momentos vitales o incluso ciclos temporales. Porque el verano es la estación que más se relaciona con la nostalgia, con los cambios madurativos, con aquello que rompe con la rutina. Esa condición de momento excepcional también permite a la cineasta tratar la muerte (o la manera en que uno se enfrenta a ella) como algo atípico que perdura. Pero ni siquiera el nuevo hogar permite a Fanny asumir el cambio tan grande que está a punto de suceder en su vida: su cuarto, situado en la segunda planta de la casa, es una especie de refugio al que acude cuando las cosas se complican. Esta planta superior es, a todos los efectos, una línea de realidad que transita en paralelo a la que habitan abajo sus padres, otorgándole a la protagonista una distancia que le permite salir o entrar del drama según la necesidad. El resultado es una cinta honesta, atravesada por la certeza de lo indeseable, pero también un coming of age que irradia una sencilla humanidad, nostálgica y eterna.

Cristina Aparicio