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La vieja cuestión de las relaciones entre el cine y el teatro vuelve a resurgir con fuerza en Medea, la última película de Alexander Zeldovich, cineasta ruso más bien dado al exceso y la provocación. Y no porque se trate de una adaptación confesa de la obra de Eurípides, sino porque la simple mención de ese nombre femenino hace pensar siempre en la posibilidad de un cine trágico o, dicho de otro modo, en los diversos caminos que puede tomar el cine para cruzarse con la tragedia, vista esta última desde una perspectiva más o menos clásica. Para ir al grano, diremos que Zeldovich respeta algunos de los hechos pero desprecia el tono que se suele asociar a ese enfoque. Pero, por supuesto, hay más, pues también se las arregla para recuperarlo al final tras dar unas cuantas vueltas, dicho sea en un sentido literal: entre otras cosas, esta Medea es un ejercicio de seguimiento, el que realiza Zeldovich en pos de su actriz, Tinatin Dalakishvili, en una exploración de su cuerpo y de su gestualidad que hace pensar en una mezcla de performance, danza contemporánea y, por qué no, algunos de los códigos del cine de terror. Tras su primera transgresión, la Medea de Zeldovich se lanza a un vagabundeo que no solo la llevará de Rusia a Israel, en principio siguiendo los pasos de su marido, sino a una búsqueda de sí misma que no pasa precisamente por perseguir la paz interior sino todo lo contrario, digamos que un estado de ansiedad permanente, de sexualidad exacerbada, de esa violencia que va por dentro y por fuera.

Hay varios hallazgos visuales interesantes en este periplo, desde el propio cuerpo constantemente en tránsito de Dalakishvili (por otro lado una actriz tan limitada como hiperactiva) hasta la utilización de escenarios y decorados a la vez como reflejo del mood de los personajes y reactualización constante del mito. Incluso, en ocasiones, el errático itinerario de esa mujer, aquí la esposa de un empresario corrupto de la Rusia actual en perpetuo enfrentamiento consigo misma y con su entorno, podría verse como la contrapartida frenética de la Tilda Swinton de Memoria, de Apichatpong Weerasethakul, otro personaje femenino en busca de algo que no sabe definir. Resulta loable, igualmente, que Zeldovich recurra a lo carnal, a lo físico como ruptura con un entorno cada vez más plastificado, y que eso lo lleve al reencuentro con el universo de la antigüedad y lo ancestral, con un concepto inasible y brutal de la religión, con una tierra áspera y rocosa que recuerda al Nadav Lapid de Ahed’s Knee (por citar, como en el caso de Memoria, otro film presente en Sevilla: saquen ustedes sus propias conclusiones al respecto) o hasta podría remontarse a la versión de Pasolini, si la apuesta fuera más rigurosa y humilde. Pues todo eso se estampa estrepitosamente contra una dramaturgia aparatosa, siempre por encima de personajes y decorados, como si Zeldovich se empeñara una y otra vez en subrayar su presencia en el film y su huella como director. La planificación, el montaje y la banda sonora se muestran invariablemente en un estado de desajuste y desquiciamiento que quiere convertirse en estilo, en espejo de los personajes y en metáfora de un mundo igualmente desincronizado, ya se trate de la Rusia contemporánea o de la mismísima deriva-de-la-condición-humana. Y, en esas condiciones, el conjunto acaba resultando agotador, no tanto por la intensidad de la puesta en escena, finalmente más vistosa que reflexiva, como por el modo en que Zeldovich nos agarra y zarandea, seguramente porque teme que no acabemos de entender su frenesí, como así ha sido en el caso de este crítico.