La última película de Timm Kröger, en una primera capa, narra una historia de amor enredada en una teoría metafísica que plantea la posibilidad de que existan múltiples universos orbitando junto al nuestro, organizados a través del caos. De fondo, la tragedia nacional que supuso la historia reciente alemana, con los múltiples cuerpos desaparecidos que dejó como rastro. El protagonista es Johannes Leinert, un silencioso estudiante de física, visionario al que tacharán de loco y paranoico, quien, en 1962, acude con su director de tesis a un congreso de mecánica cuántica en los Alpes suizos. Mientras cae perdidamente enamorado de Karin, la joven pianista que ameniza las veladas nocturnas en el bar del hotel (y a la cual tiene el presentimiento de reconocer, quizás de otra vida en otro multiverso), Leinert comienza a ser testigo de extraños acontecimientos, muertes y desapariciones que le obligan a paralizar su tesis para transformarse en una suerte de detective privado. Las escarpadas montañas captadas en panorámico, la nieve, las rocas y sus sombras capturadas con un blanco y negro contrastado y preciosista, sirven como decorado perfecto para un thriller que combina elementos de ciencia ficción de serie b con un tono y estética más próximos a un film noir orwelliano o a Vértigo de Hitchcock (la influencia de la música de Bernard Herrmann es más que notoria), pasando por reminiscencias de Zentropa de Lars von Trier, también sobre un idealista que viaja a la Alemania de posguerra. La trama de La teoría universal parece perderse en sus propios agujeros negros, perdiendo verosimilitud y complicando cualquier tipo de conexión emocional con los personajes. Sin embargo, se trata de una película que ciertamente vive más de su atmósfera que del propio relato, y Kröger consigue imprimir un fuerte sello de romanticismo y lirismo nostálgico que, en combinación con su depuración técnica, la vuelven muy disfrutable.
Yago de Torres