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La última película de Ken Loach pone sobre la mesa una de las cuestiones clave de su cine más reciente. Por un lado, quiere ser el retrato realista de una comunidad, una población inglesa en plena crisis económica y moral que recibe la llegada de un grupo de inmigrantes sirios, con las consiguientes tensiones y reajustes que ello provoca. Por otro, la cámara filma ese lugar como si se tratara de un microcosmos cerrado sobre sí mismo, un ir y venir y constante de personajes, casi siempre alrededor del pub que da título al film y de su propietario, que hablan y hablan en un intento desesperado –por parte de Loach y el guionista habitual de sus últimos trabajos, Paul Laverty– de que todo luzca y suene auténtico, lo más cercano posible a un ‘cine de no intervención’ que dejara ver la-vida-tal-cual-es. Se trata, sin embargo, de un falso realismo o, por decirlo de manera más precisa, de un simulacro de realismo que termina manipulando despiadadamente a su audiencia. Loach y Laverty enfrentan a sus personajes como si fueran títeres que deben limitarse a demostrar la gran tesis de la película, a saber, el modo en que el poder económico convierte en enemigos a quienes deberían ser aliados, la clase obrera inglesa y los refugiados que llegan al país huyendo de guerras provocadas por las mismas élites que han sometido a sus reticentes anfitriones. Y las estructuras inevitablemente teatrales y artificiosas que acaba adoptando el film, por mucho que intente lo contrario, desembocan en situaciones, melodramáticas y lacrimógenas,  que a su vez esclavizan al espectador, lo obligan a rendirse y declararse incapaz de reaccionar y pensar por sí mismo. Paradójicamente, Loach y Laverty ‘explotan’ a su audiencia de la misma manera en que el sistema explota a sus personajes. Y El viejo roble revela así, en fin, a un cineasta que ha perdido ya todo contacto con la complejidad del mundo exterior, que lo observa con una mirada que deforma e idealiza: aun sin quererlo, el cine de Ken Loach es cada vez más conservador. Carlos Losilla