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Enric Albero

ANA DE DÍA (Andrea Jaurrieta)

La ópera prima de Andrea Jaurrieta es una obra fracturada a todos los niveles. En su arranque, Ana (notable Ingrid García Jonsson) descubre que una doble idéntica a ella la ha sustituido en su vida diaria sin que ninguno de sus seres queridos note la diferencia. La realizadora navarra filma a su protagonista partida frente a un espejo, reflejando la repentina escisión que experimenta. Lo que en un principio podría emparejar la película con el cine de, pongamos por caso, Brian De Palma, deriva en un ejercicio en el que el burlesque, el cabaret más bizarro y el freak show se mezclan hasta situar la propuesta en un limbo estético difícil de acotar.

En lugar en enfrentar la extraña situación ante la que se encuentra, Ana emprende una huida hacia adelante, abriendo en dos la película y llevándola por caminos insospechados: del thriller se desplaza a la introspección existencial de corte onírico –las canciones siempre están detrás de las escenas más afortunadas– y termina por ofrecer (por explicar) que la raíz de su esquizofrenia fílmica no es otra que la del desdoblamiento de su protagonista, creadora de una vida alternativa a la que establece el canon social (estudios, trabajo, pareja, hipoteca, boda y descendencia).

El naufragio vital de la nueva Ana, metida a artista de variedades bajo el seudónimo de Nina, la lleva a establecerse en una pensión y a entablar relaciones con una serie de extravagantes seres que, en mayor o menor grado, comparten con ella su carácter de paria. La propietaria de la casa se ahoga en su soledad, el amante que se agencia resulta no ser quien dice y sus compañeros de espectáculo parecen habitar un universo paralelo bañado por el neón, empedrado en lentejuelas y atravesado por polvo de cocaína. Son, de todos modos, personajes cuyo escaso peso dramático se compensa en algunos casos con derroches de genio (Mona Martínez y su Sole), aunque, por lo general, son maltratados por una edición que los abandona durante demasiados minutos para luego recuperarlos cuando ya importan poco. Probablemente, un montaje más incisivo hubiera ayudado a hacer de Ana de día una obra más concisa sin por ello perder fuerza estética. Como Ana, la película se extravía dentro de sí misma sin apostarlo todo al delirio y entregando, por el contrario, una solución sencilla a la existencia dual de su protagonista.

MEMORIAS DE UN HOMBRE EN PIJAMA (Carlos Fernández de Vigo)

2 Memorias de un hombre en pijama

Cuando una película de animación cita a La dama y el vagabundo (Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson, 1955) y, 63 años después, resulta superficial y esencialmente más vieja que su referente, el problema es mayúsculo. Memorias de un hombre en pijama, adaptación de la novela gráfica de Paco Roca, es una antigualla fílmica cuyo trazo no mejora los registros de las creaciones ochenteras de Claudio Biern Boyd. Poco o nada cuentan las imágenes del filme de Carlos Fernández de Vigo, que podría seguirse con los ojos cerrados de tanta información (toda) como acumulan sus incesantes diálogos. La machacona música de Love of Lesbian –que parecen interpretar siempre el mismo tema–, su gastadísima estética o una dicción actoral por momentos sonrojante, convierten esta serie de catastróficas desdichas de un dibujante en crisis en una ocasión inmejorable para preferir la lectura al cine.

LA REINA DEL MIEDO (Valeria Bertuccelli, Fabiana Tiscornia)

2 The Queen of Fear

El acompañado debut tras las cámaras de la (soberbia) actriz Valeria Bertuccelli es, precisamente, un paseo por las bambalinas de la vida de una dama de la escena. Alejada de los focos, Robertina (la propia Bertuccelli) deambula, errática, por ese fuera de campo habitualmente vedado a una platea que solo conoce la parte biográfica de los intÉrpretes vinculada al escenario o, como máximo, a la prensa. La película arranca con titubeos como si, al igual que su protagonista, vagara entre la risa y el llanto, entre la seriedad y el guiño cómico. De todos modos, a medida que avanza, la pieza se arma de contundencia y la inseguridad de una diva incapaz de tomar decisiones se pega a esa fotografía que empalidece cualquier rastro de glamur. Robertina, procrastinadora contumaz, va diluyendo responsabilidades: aplaza ensayos, va y viene de un sitio a otro sin saber muy bien por qué o desatiende sus obligaciones teatrales para visitar a un amigo íntimo, enfermo de cáncer, que reside en Dinamarca, pero al que, en su día, no fue capaz de comunicarle que iniciaba un matrimonio ahora en fase terminal.

A pesar de su lenta cocción y de lo esquemático de algunos personajes secundarios (valga como ejemplo su asistenta), La reina del miedo se sirve del plano secuencia y del contraste fotográfico para culminar con un tramo final en el que el cromatismo mortecino que nublaba sus imágenes da paso a una explosión de color vinculada a la representación de la obra que Robertina preparaba. Ese acompañamiento de la actriz desde que la función (presumiblemente) acaba hasta su casa –sin cambiar de vestuario– y la tormenta tropical que, súbitamente, se desata en el jardín, invitan a pensar que la artista no ha abandonado las tablas y que seguimos dentro de la representación, el único espacio en el que parece sentirse a salvo, ajena al miedo (no teme que no haya luz en su casa) y a la culpa. Que durante el breve momento en el que rueda la pieza teatral, Bertuccelli se filme a sí misma de espaldas, evitando cualquier pose de estrella, rubrica la excelencia de una actuación comedida y llena de matices.