Ignoro si Tyler Taormina ha leído el relato de James Joyce Los muertos o ha visto Dublineses, su adaptación cinematográfica a cargo de John Huston. De hecho, no me importa en absoluto, pues el hecho de que Christmas Eve in Miller’s Point, su último largometraje, tenga la misma estructura que el texto o el film mencionados se basta a sí mismo para certificar tal filiación, aunque se trate de una simple casualidad. En los tres casos, el relato empieza con una bulliciosa celebración y termina con una melancólica evocación poética. Y también en los tres, las imágenes ampliamente pobladas de la primera parte se convierten poco a poco en un vacío espectral, como si el ajetreo de la vida dejara ver su trastienda, la nada que la acecha. No crean, sin embargo, que estamos ante una película triste o deprimente, como tampoco lo son las obras de Joyce y Huston. El film de Taormina, para mí el más poderoso de cuantos ha filmado hasta el momento –y hay que recordar aquí Ham on Rye (2019) o Happer’s Comet (2022)–, arrastra a su audiencia hacia un viaje emocional en el que el humor desatado es tan importante como esa visión a la vez alucinada y venenosa, pero igualmente arrebatada, de Estados Unidos que ostenta de principio a fin. Y que poco a poco convierte en otra cosa, en algo que está al alcance de muy pocos cineastas actuales.
Todo empieza, como indica el título, con una fiesta de Nochebuena. Una familia de muchos miembros, padres e hijos, tíos y sobrinos, grandes y pequeños, se reúne en una gran casa para comer y beber, como mandan los cánones navideños. De aquí se podría esperar el típico encuentro familiar plagado de rencillas y discusiones, donde salen a relucir todo tipo de conflictos y desencuentros. En lugar de eso, sin embargo, Taormina teje un tapiz disperso, una especie de puzle dislocado a base de apuntes y anécdotas nimias que nunca llegan a ninguna parte, excepto al final de la cita. Y, a partir de ahí, se abre una segunda parte del film absolutamente distinta, cuando los miembros más jóvenes de la familia salen a divertirse a través del desolado ambiente nocturno de la pequeña ciudad, en el que la trama se va desintegrando para dejar lugar a una especie de abstracción indescifrable, rota en mil pedazos, construida con situaciones que nunca evolucionan y que, al contrario, desembocan en un intrigante fin de fiesta. Pues bien, Christmas Eve in Miller’s Point es la celebración estática de esa celebración. Desmenuza los mitos estadounidenses acerca de estas ocasiones –incansablemente repetidos por el cine de Hollywood a lo largo de su historia– para reducirlos a signos reconocibles pero indescifrables y luego trasladarlos a la imaginería de la América profunda, de la pequeña ciudad estadounidense, de los ritos iniciáticos de la adolescencia y la juventud que se han erigido en sus señas de identidad. Y, en fin, todo eso alcanza una dimensión aún mayor cuando esa América inexistente pero marcada a fuego en el subconsciente de sus pobladores se convierte en una somera representación de la vida humana, del tiempo que pasa y no vuelve, y de la Navidad y la nieve como espacios ideales para su percepción. ¿Adónde nos conduce esta travesía casi metafísica? ¿Es demasiado para una simple película? No lo sabemos muy bien, pero lo cierto es que el film de Taormina no es solo un film, sino también su propio reverso: ha conseguido convertir en conmovedora prosa poética lo que en principio parecía mero material de derribo.
Carlos Losilla
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