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A veces la rejilla de programación de los festivales genera sugerentes lecturas sobre lo que está ocurriendo en el cine del momento y en otras ocasiones provoca, sin quererlo, clamorosas injusticias comparativas. Por ejemplo, la que se ha producido en San Sebastián al estrenarse la nueva película de Christophe Honoré cuando estábamos preguntándonos todavía cuál era el secreto del admirable diapasón y de la modulada distancia con la que el danés Frelle Petersen consigue poner en escena el duelo por la muerte de un ser querido en la magnífica Forever (véase la reseña que hice aquí mismo de este título). Y es que Honoré viene a contar exactamente el mismo proceso, aunque esta vez desde la perspectiva del adolescente que pierde a su padre y que debe reconstruirse sobre el dolor del trauma en un momento decisivo de la siempre difícil transformación en adulto, pero lo hace con herramientas muy diferentes. Allí donde el danés mide la distancia, el francés se acerca de manera obsesiva al rostro de su protagonista; allí donde el film nórdico se contiene, la película gala se desborda y se expande; allí donde Petersen observa con pudor, Honoré se recrea en lo quejumbroso y se muestra autocomplaciente en su pomposo despliegue de recursos esteticistas. Solo la siempre magnífica Juliette Binoche consigue inyectar algo de verdad interior a un escaparate continuo de afectación, gestualidad, coreografía y trivialidad. Las comparaciones son odiosas, se dice siempre, pero a Honoré le ha tocado lidiar con la memoria reciente de un film que proyecta sobre Le Lycéen una sombra demasiado alargada. Y a juicio de este cronista, no hace méritos para quitársela de encima.

Carlos F. Heredero