Le Barrage se ubica en el entorno de la presa de Merowe, en el Sudán de 2017, con el telón de fondo de las revueltas contra el régimen totalitario de Omar al-Bashir (finalmente depuesto por el ejército en 2019) y que aparecen reflejadas a través de las noticias que se ven en la televisión o en los teléfonos móviles. Pero la película se centra en Maher, un trabajador de la presa que cuando termina su jornada en la fabricación de ladrillos y muros de manera artesanal, escapa al desierto donde construye una misteriosa torre de barro. Y así, frente al intento del hombre por controlar la naturaleza a través de grandes estructuras ordenadas, Maher conecta con el arte, lo informe y fuera de control, pero también (y ya casi empieza a perfilarse como uno de los temas de este año en la Quincena), con lo atávico, lo misterioso y, de nuevo, los fantasmas (aquí en forma de rocas que hablan). La película de Cherri adquiere así una carga política que no solo denuncia el control frente a la libertad, sino que dibuja un trayecto hacia la naturaleza (casi un viaje iniciático) que conecta con la filosofía sufí.
Ali Cherri, que proviene del terreno del arte, concibe la imagen en tono alegórico y tiene todo a su favor en ese escenario de contrastes entre el agua de la presa (con su inconmensurable poder cuando se abre) y el desierto duro, ajado y seco de alrededor. Pero la película se pierde con demasiada frecuencia en planos de una poderosa calidad estética (el juego de equilibrios y líneas de perspectiva es realmente llamativo) y, en ese camino, pierde su capacidad semántica y con ello también parte de su interés.
Jara Yáñez