La utopía irrenunciable.
Carlos F. Heredero.
No es muy frecuente, en realidad lo es cada vez menos, pero en algunas ocasiones ocurre: la cartelera se llena de buenas películas, los estrenos relevantes se amontonan en las salas y los aficionados se encuentran de pronto, casi desacostumbrados como están últimamente, con una rica pluralidad que restituye en buena medida –lo que resulta todavía menos frecuente– el amplio y vital abanico del cine contemporáneo. Y esto es, felizmente, lo que ocurre este mes de octubre, en el que asistimos a un insólito despliegue de buenas noticias desde casi todos los puntos de vista.
No solo es que vayan a coincidir en las pantallas el Oso de Oro del Festival de Berlín (Black Coal, de Diao Yinan) y la Palma de Oro de Cannes (Sueño de invierno, de Nuri Bilge Ceylan). Es que también se estrena otro de los grandes títulos del certamen francés (Dos días, una noche, de Luc y Jean-Pierre Dardenne, que inaugura además la SEMINCI de Valladolid), junto con otras tres estimulantes películas igualmente procedentes de la Croisette: Relatos salvajes (Damián Szifrón), La desaparición de Eleanor Rigby (Ned Benson) y La sal de la Tierra (Wenders/Salgado), cuya première española presentaremos nosotros en ‘Los imprescindibles de Caimán’ (Cineteca del Matadero, en Madrid). Y esto sin contar con que igualmente llegan puntuales a las salas, por una vez en sincronía con el resto del mundo, la nueva y poderosa realización de David Fincher (Perdida) y una excelente muestra del mejor cine negro estadounidense: La entrega (The Drop), de Michaël R. Roskam, uno de los títulos mayores del reciente Festival de San Sebastián.
Resulta coherente, en medio de este paisaje, que también lo mejor del cine español comparezca con equivalente puntualidad: ahí están La isla mínima (Alberto Rodríguez) y Magical Girl (Carlos Vermut), que llegan a las pantallas del resto del estado nada más estrenarse en las de Donostia. Dos películas bien representativas de sendos, paralelos y fructíferos caminos para la producción de nuestro país: el cine de género con fuerte impronta personal, capaz de hablar de realidades sociales, geográficas e incluso históricas sin ninguna simplificación y sin renunciar a una coherente vocación popular, y un cine de valientes y arriesgadas búsquedas estéticas y narrativas, más radical y más audaz en sus propuestas, en busca de nuevos cauces expresivos.
Para dar cuenta de esta gozosa pluralidad, nuestro Gran Angular y nuestro Cuaderno Crítico ganan páginas y se extienden este mes más allá de sus espacios habituales. Ahora queda por dilucidar si esta floración de buenas películas, que se superponen y compiten unas con otras en las mismas fechas y dentro de una cartelera con espacios reducidos, no corre el riesgo de saturar la oferta a la vez que los distintos títulos se canibalizan entre sí devorándose mutuamente para desesperación de todos y beneficio de nadie.
Claro que también puede suceder lo contrario: que la riqueza de la oferta estimule la demanda y que el resultado alumbre un camino por el que los distribuidores se animen a transitar a partir de ahora, pero no solo en otoño, sino también durante el resto del año. Esto último suena casi a cuento de hadas, pero las utopías son irrenunciables y no hace falta decir por cuál apostamos nosotros.
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