Carlos F. Heredero.
Sugería Jaime Pena, en un lúcido artículo sobre el cine de Alexander Payne, que Entre copas (2004), era la obra “que certifica el nacimiento de un cineasta que ya sabe cómo mirar y retratar el mundo en el que vive”, entre otras cosas, por “el cariño y la comprensión con los que Payne trata a todos y cada uno de sus personajes” (Caimán CdC, nº 1; enero, 2012). Después llegaría Los descendientes (2012), una hermosa obra de madurez donde la cámara del realizador, decíamos en nuestra crítica, “consigue adentrarse en las experiencias más dolorosas sin alzar la voz, sin necesidad de enfatizar o subrayar nada, casi como quien nos transmite una serena y tranquilizadora visión de la existencia” (mismo número de Caimán CdC), y ahora aparece Nebraska (2013), que se diría consecuencia y destilado natural, a la vez, de las dos realizaciones que la preceden en la filmografía de su autor.
De regreso al territorio de sus orígenes, Payne (nacido en la Omaha de Nebraska) filma aquí un nuevo relato de transmisión generacional –como lo era ya Los descendientes– que transcurre íntegramente entre Billings (Montana) y Lincoln (Nebraska), con una relevante y significativa parada en la ciudad ficcional de Hawthorne. Su historia narra el periplo emprendido por Woody (Bruce Dern), un anciano entrañable pero de genio malhumorado, de pasado alcohólico y presente con abundantes lagunas mentales, que abandona su hogar en Billings para viajar hasta Lincoln a fin de cobrar un premio en realidad inexistente, y por su hijo ya adulto, Dave (Will Forte), que opta por acompañarle en ese viaje que obsesiona a su progenitor para que éste no lo haga solo. Y su estructura es la de una canónica road-movie, bajo cuyo itinerario físico avanza, poco a poco, un proceso de redescubrimiento y reconciliación intergeneracional que termina por dar una sabia vuelta de tuerca a los falsos valores del éxito y del dinero que forman parte de la sociedad americana y que atrapan entre sus redes a los más desprotegidos.
No estamos, por tanto, ante una propuesta narrativa especialmente novedosa, pero lo cierto es que Alexander Payne vuelve a proponer aquí un nuevo y emocionante capítulo de esa personalísima radiografía de la América real que viene trazando su filmografía. Es decir, un nuevo retrato de personajes atrapados en circunstancias vitales que, por una u otra razón, se han visto arrollados por la vida o han visto defraudadas sus expectativas y sus ilusiones, en el bien entendido que ni el diapasón narrativo ni la mirada moral de Payne nos autorizan a contemplarlos como perdedores. No hay aquí asomo alguno de elegía romantizada del fracaso, ni menos aún dolorida épica de la derrota. Los personajes de este singular cineasta, que pertenece al linaje norteamericano de Frank Capra, John Ford y Preston Sturges (como sugiere Larry Gross; Film Comment; vol. 49, nº 5; sept./ oct., 2013), exhiben íntegra su dignidad sin reclamar conmiseración a quienes les rodean y sin que su retratista (Payne) la pida a sus espectadores para ellos.
Sucede, sin embargo, que como su estilo no es aparente, como sus formas no aspiran a hacerse notar, como su dramaturgia se mueve siempre con extraña habilidad entre los registros del drama y de la comedia para hablar de cosas muy serias, Payne corre el riesgo de ser tomado casi siempre por menos de lo que en realidad ofrece. Y esto mismo es lo que ocurre de nuevo en Nebraska, película de trazo limpio y depurado, dibujado casi con tiralíneas y capaz de perfilar –con un refinado estilo casi subterráneo– unas imágenes que tienen la asombrosa facilidad de hacer pasar por ligeras las pinceladas más dolorosas de la historia. Su cámara filma aquí en blanco y negro, pero sin ningún énfasis esteticista, paisajes y escenarios que creemos haber visto ya muchas veces en el cine norteamericano, a la vez que despliega esa particularísima capacidad de su director para capturar con fugacidad, sin estridencias, como en sordina, sin subrayado alguno, el desgarro más devastador producido por las heridas emocionales más hondas.
Raíces profundas
Bajo el itinerario recorrido por Woody y por su hijo late también, si acaso, la necesidad de reencontrarse con el pretérito para intentar comprender el presente y para tratar de que el futuro sea mejor. Por eso la mirada entre interrogativa y perpleja del vástago busca una y otra vez la de su padre. Relato de filiación, a fin de cuentas, bajo cuya superficie narrativa y bajo cuyos mimbres dramáticos se abren paso, nuevamente, los ecos metafóricos de ese cine norteamericano que se busca a sí mismo y que, sin triunfalismo ninguno, en medio de la realidad más prosaica y humilde de la América real, “se esfuerza por hacer recuento, reunir a los supervivientes y mirar a su propia historia para tratar de encontrar, en sus vestigios y en sus enseñanzas, las energías que necesita para afrontar un futuro que se aventura tan complejo como difícil”, según decía este mismo firmante a propósito de Los descendientes.
Por eso quizás, siguiendo aquí de nuevo a Larry Gross, las imágenes de Nebraska convocan, al unísono, los ecos de tres figuras míticas cuyas raíces están ancladas en lo más profundo de la cultura norteamericana: Nathaniel Hawthorne (la dificultad de convivir con el legado de la culpa originaria), Abraham Lincoln y Bruce Springsteen (el sentido que tiene luchar por los ideales a pesar de los fracasos y de lo incompleta que pueda ser su consecución). Como ellos, como Ford y como Capra, el cine de Alexander Payne nos habla del esfuerzo continuado de los individuos por alcanzar sus sueños, de la sinceridad de ese combate y del convencimiento, por parte de quienes lo libran, de que hay algo ancestral y heroico en esa lucha. No es el discurso de un izquierdista. Es el de un liberal que cree en la ética individual y en el sentido de su pertenencia a una comunidad capaz de otorgar un sentido noble a la existencia de sus integrantes.
[Puedes leer más sobre Nebraska en Caimán CdC nº 24 (75), Febrero de 2014]
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