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La caja de cristal (2023) habla, a partir de una situación muy concreta, sobre la gentrificación y sus efectos sobre los habitantes de los barrios y las ciudades. Ese es también el tema de su última película, Faruk (2024), presentada en la Berlinale, solo que allí la acción transcurre en Estambul y aquí en Berlín. ¿Por qué le interesa este tema? La gentrificación para mí es un escenario, lo que ve el público, y lo interesante es lo que está detrás, entre bambalinas. Es un tema político que habla del desplazamiento de las personas, de las vidas, de quienes ya no pueden vivir hoy como vivían antes. La caja de cristal y Faruk actúan como películas complementarias, pero en La caja de cristal quería hablar de cómo se pierde la democracia en un instante, muy fácilmente; ese es, realmente, el tema principal. Pero tampoco quería hacerlo directamente, sino más bien mostrar cómo eso se cuela en nuestras vidas cotidianas y, en ese sentido, esa pequeña comunidad funciona como una metáfora del país. La gentrificación la encontramos en muchos sitios de Europa, en Rusia, en los Estados Unidos de Trump, en Alemania. Y, además, vemos cómo la ultraderecha cada vez tiene más poder. Realmente estamos asistiendo a una situación de peligro, así que la gentrificación me parecía un buen tema justo por eso, por cómo habla del desplazamiento de las vidas de las personas en un mundo con una democracia cuestionada.

La película comienza con una secuencia fuera del edificio, pero en cuanto entramos en él, la cámara se pega a los personajes, y abundan los primeros planos y los planos de detalle, además de los reencuadres. De hecho, es muy difícil para los espectadores tener una visión global del lugar, todo es fragmentario. Habla de capitalismo, de falta de democracia, de gentrificación a través de personas concretas. ¿Nos puede explicar cómo se planteó expresar estas cuestiones a través de la puesta en escena? En La caja de cristal quería hablar de la psicología de grupo y hacer un paralelismo, que considero que está muy claro, entre la vida en la pequeña comunidad y cómo funciona la política de un país, que consiste, básicamente, en manipular al grupo. Y, en ese sentido, me parecía muy importante crear con la cámara y con la forma de rodar una atmósfera de miedo, con esos primeros planos, incidiendo en la claustrofobia, en que los personajes están atrapados, sin salida, no pueden ni abandonar el patio. Además, aparece un peligro que no sabemos cuál es: ¿está fuera?, ¿será cierto? Los vecinos no lo saben y lo interesante es cómo lidian con esa situación. Recuerdo que, cuando estudiaba en Estambul, los libros incidían mucho en que los vecinos eran nuestros enemigos, de ellos venía el peligro. Esa es la mentalidad que nos han inculcado y los líderes tienen esa idea de proteger las fronteras, de que el peligro está fuera. Eso me animó a crear esta atmósfera de miedo. La gentrificación me parece muy importante como tema, tiene un impacto claro en nuestras vidas cotidianas, ya que las relaciones entre las personas se alteran, se hacen más agresivas. Al final, en la película, prevalece el egoísmo, el “voy a salvar mi piso”, “quiero comprar mi casa”, y eso les hace a los personajes pactar con el diablo. Que en este caso puede ser el propietario del edificio o, siguiendo con el símil con la política, es votar por un líder que está siempre del lado de los fuertes. Al final está todo conectado y tiene un impacto muy claro en nuestra vida cotidiana: es lo que quería mostrar estando muy cerca de los personajes.

Además del miedo, hay otra idea central que es la vigilancia permanente, el control. No se trata solo de que la policía rodee el edificio, también es que, dentro, los vecinos se vigilan entre sí. Les vemos a través de las ventanas, de las puertas, de las rejas, de las ramas, en un ejercicio constante de reencuadre que transmite esa sensación de no poder escapar del control. Y tenemos la propia caja de cristal, la oficina con el propietario dentro ejerciendo esa vigilancia, hasta el punto de poder afirmar en un momento determinado “yo lo sé todo”. Efectivamente, la vigilancia es un tema muy importante y no es casualidad que haya decidido situar la acción en Alemania porque forma parte de su historia. Es cierto que este argumento podría vivirse en cualquier país del mundo, haya dictadores o no, desde Rusia hasta Estados Unidos, pero en Alemania esto es especialmente importante porque sigue ocurriendo hoy en día. Y te doy un ejemplo. Si tú coges el coche, rozas el de al lado y te vas no pasa nada, pero dos horas después tienes a la policía en tu casa porque el vecino te ha denunciado diciendo que ha habido un accidente, cuando solo era un incidente sin importancia. Eso pertenece a su cultura: la gente mirando a través de los visillos, que todos hagan de policía de todos. Y esto, como extranjera, se vive de otro modo. Llevo veinte años en Alemania y he tenido experiencias muy positivas, pero también he vivido ese lado oscuro. Los personajes de Ismail y de Madonna creo que lo reflejan bien, son juzgados por el mero hecho de ser extranjeros sin conocer nada de sus vidas.

Un aspecto que me parece esencial en su cine, y en La caja de cristal de manera clara, es la relación entre el espacio y las personas, entre la arquitectura y el ser humano. Todas sus películas están rodadas en espacios muy concretos que tienen mucha relevancia, como el puente de Men On The Bridge (2009) o la casa de Hayatboyu (Lifelong) (2013). ¿Nos puede hablar un poco de ello? Sí, esta es una cuestión que aparece en todas mis películas. En Hayatboyu se muestra la relación entre el espacio y las personas, la historia de una pareja encerrada en una casa. Los lugares de vida no son azarosos, los espacios tienen efecto en nosotros y posiblemente La caja de cristal sea el punto álgido que lo demuestra porque no está solo el hecho de que los espacios nos conforman, sino también que cambiar de espacio, mudarse, es entrar en una nueva era, en una nueva dimensión. Quizá me muestro más sensible a eso porque nací en Estambul y me mudé a Alemania.

Uno de los elementos fundamentales de la película para conseguir esa sensación de miedo y amenaza permanente, de claustrofobia, es el sonido. No hay música, solo ruido: oímos helicópteros, a la policía que rodea la casa, oímos a los vecinos, lo que sucede en el patio. ¿Cómo se planteó el uso del sonido? El sonido es un elemento nuclear de la película. Hasta Faruk nunca he utilizado música y, en este sentido, los sonidos son fundamentales para esa atmósfera. No quería que la música manipulara al espectador, quería que abriese bien sus oídos para captar todo eso que estaba allí. Fue un proceso largo, en el que trabajé con el belga Thomas Gauder, que es un fenómeno. Por ejemplo, lo que dice la policía en sus walkie talkies no es algo espontáneamente grabado o tomado al azar, sino que escribí esos diálogos, cada frase pertenecía el guion.

Que no haya música nos devuelve al concepto de vigilancia. Se vigila mirando, pero también escuchando. La falta de música invita al espectador a abrir todos sus sentidos para poder escuchar las historias. Los personajes están todos atentos, no solo mirando lo que hacen unos y otros, sino también escuchando. Y a la ausencia de música le sumaría una cosa que fue muy difícil para mí en el rodaje: no hay paisajes, no hay montañas, no hay cielo azul, solo hay muros grises e intérpretes en primeros planos en un patio cerrado. Eso fue un gran desafío porque quería, en cierta forma, que la cámara fuese como un actor más, que acompañase y que fluyese de un intérprete a otro como una respiración, inspirando y expirando. Utilicé la cámara al hombro, pero tampoco quería que hubiese sacudidas porque impediría la fluidez que buscaba. No quería que produjera un efecto de espontaneidad, sino que pareciera una cámara fija. Y también quería romper esos muros, entrando en los pisos de los personajes, que tienen diferentes colores: el rojo del apartamento de la pareja o el de Erika, que es más verde. Todo eso fue muy importante para mí, todo un reto.

Áurea Ortiz Villeta

Entrevista realizada por videollamada, València-Chipre, el 15 de abril de 2024.