Entre la ciencia ficción de serie B y el pálpito experimental, esta cuarta película como director de Ion de Sosa –si contamos Leyenda dorada (2019), su colaboración con Chema García Ibarra– parece narrar una historia que bien podría ser la de un thriller homófobo: un asesino en serie de hombres gay, procedente de un planeta exclusivamente habitado por arañas, se dedica a practicar fellatios más bien violentas para dejar a sus víctimas no en los huesos, sino sin huesos, perseguido a su vez por un par de mujeres policía que no entienden muy bien qué está pasando. La película es un canto a la materia inorgánica, no solo porque se ve constantemente salpicada por planos de los cadáveres reducidos a manchas y fluidos, sino también por su montaje en stacatto, que reduce los numerosos elementos de la trama a 45 minutos y convierte el film mismo en un cuerpo constantemente expuesto y abundantemente suturado. Con esta poderosa idea en primera línea, sin embargo, se hace extraño que la complejidad argumental no siga el mismo camino e insista en expandir la trama en todas las direcciones posibles, desde el giallo hasta los programas televisivos de ‘investigación’, hasta dejarla igualmente exhausta, y a nosotros con ella. Por un lado, el voluntario amateurismo de los efectos especiales contrasta con la sofisticación estructural del relato, empeñado en crear todo un universo que hubiera necesitado algo más que tres cuartos de hora para alcanzar la fuerza que persigue. Por otra, la estrategia revela una notable audacia en su vindicación de un cine que no distinga entre ‘popular’ e ‘intelectual’ –incluyendo una osada reinterpretación del imaginario porno–, algo que termina convirtiendo el film en un elogio del deseo omnívoro y salvaje, el mismo que parece mover al asesino. ¿Demasiada disciplina narrativa para tan loable propósito? Como dejó dicho Godard, que cada ojo negocie por sí mismo. Carlos Losilla