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Carlos F. Heredero.

“Si tenemos película, no hace falta dinamita”, decía Quentin Tarantino en la entrevista que publicamos en Cahiers-España, hace ya diez años, a propósito de Malditos bastardos (2009). Allí hacía referencia al papel que jugaban los soportes de nitrato respecto a la bomba preparada por los soldados yanquis, en la famosa secuencia del cine, con la que el cineasta de Knoxville –al final de su relato– hacía perecer, calcinada por el fuego desatado en una cinéfila sala parisina, a toda la cúpula del Tercer Reich (Hitler incluido), pero aquella referencia literal resonaba con percutiente fuerza metafórica desde el momento en que una sanadora ficción (la propia película) se tomaba la revancha de la Historia.

Como “mis personajes no han existido“, seguía diciendo Tarantino, “en cuanto los sumerjo en la Historia, esta queda modificada”. Y una vez alterada, podría haber añadido, tenía ya el campo libre para reescribirla asu antojo. Ahora los protagonistas de Érase una vez en… Hollywood (un actor de medio pelo en decadencia y su doble de acción) tampoco han existido y, sin duda por la misma razón, su creador tampoco se ha resistido esta vez a modificar el curso de los acontecimientos reales en los que desemboca su particular ficción: unos hechos que sacudieron de forma traumática aquel Hollywood de 1969, que encuentran ahora una reformulación fantasiosa y que nos invitan a imaginar otra Historia posible.

Es el cine como utopía, como ‘representación irreal’ que aspira a reinscribirse en la Historia a la vez que sustituye a esta por una invención reconfortante. El cine que pone a prueba, una vez más, su capacidad de dialogar con lo real sin dejar de ofrecerse como ese “espacio intermedio y liberador” capaz de generar imaginativas ficciones que nos sitúan –al menos durante los minutos que dura la proyección– en condiciones de articular “conciencia y sueño, comprensión del mundo e impulso para actuar”, para decirlo con palabras de Jean-Michel Frodon.

Como sucedía en Malditos bastardos, aquí otra vez una hedonista obra del arte pop norteamericano, de inequívoca naturaleza pulp y abierta dimensión fabuladora, se divierte de manera contagiosa al fantasear con el rumbo de la Historia verdadera y al recrear, con indudable cariño por sus protagonistas, un universo que extrae de los poderes de la ficción su transgresora capacidad para impugnar la realidad. Es el cine como deseo, como territorio de libertad y como materia de trabajo para un creador que parece haber encontrado, en el ámbito donde la ficción y la Historia dialogan entre sí, su campo de juego predilecto.

A diferencia de la vieja y timorata propuesta de la serie televisiva española El ministerio del tiempo (tan ortopédica en sus formas como pazguata en su atroz conservadurismo), Tarantino se atreve a filmar ‘lo que no sucedió’, se arriesga a poner totalmente patas arriba el curso de la Historia. Su película no se contenta con sugerir caminos que luego no se atreve a transitar, sino que se adentra por estos últimos con los efectos propios de una ficción curativa que se reivindica, explícitamente, como tal ficción y que no engaña a nadie. Una ficción capaz de reivindicar con desprejuiciado desparpajo los poderes del cine para tomarse la revancha poética de una realidad más sucia y más dolorosa de lo que nos gustaría.