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Carlos F. Heredero.

La tentación de interpretar la programación de un festival tan poliédrico como Cannes a modo de radiografía del cine contemporáneo y, más allá todavía, como un reflejo del estado del mundo, asalta todos los años a la crítica cinematográfica, siempre deseosa de proponer su propia interpretación sobre lo que está ocurriendo a su alrededor. Se corre el riesgo,  sin embargo, de generar  un efecto sedante y casi narcótico contra el que ya hemos advertido en estas mismas páginas hace algunos años. Levantamos acta de que el cine habla de lo que existe y repetimos, como papagayos, que las películas actuales son un reflejo del mundo en crisis en el que vivimos.

Esta obviedad, que en verdad no dice apenas nada sobre cómo es realmente el cine del presente, ha encontrado este año en Cannes, sin embargo, una manifestación particularmente significativa si tomamos como punto de partida la mirada perpleja que Elia Suleiman pasea por escenarios de París y Nueva York (dos metrópolis que bien pueden interpretarse como emblemáticas del Occidente capitalista) en su nueva película: It Must Be Heaven. Una mirada que nos habla de la extraterritorialidad de la identidad palestina, pero también de la extrañeza y de la alteridad con la que ese Occidente puede ser percibido sin que nosotros, habitantes suyos confortablemente instalados en lo que hace ya mucho dejó de ser el centro del mundo, seamos capaces de darnos cuenta.

La búsqueda transnacional del palestino Elia Suleiman encontraba un eco resonante, además, en las propuestas de otros cineastas que salían también de su zona de confort (bien ellos mismos, o bien sus personajes) para buscar en otras latitudes geográficas y culturales respuestas personales y/o cinematográficas al actual estado de las cosas: el francés Bertrand Bonello en los cañaverales de Haití (Zombi Child), el texano Terrence Malick en los valles austriacos (A Hidden Life), el también norteamericano Ira Sachs en la portuguesa Sintra (Frankie), el rumano Corneliu Porumboiu en una isla canaria (La Gomera), Abel Ferrara en las calles de Roma (Tommaso), el alemán Werner Herzog en los parques de Tokio (Family Romance, LLC), el austriaco Andreas Horvath en las carreteras de Estados Unidos (Lillian), la muy urbana Céline Sciamma en una solitaria isla bretona (Portrait de la jeune fille en feu) e incluso el catalán Albert Serra en los nocturnos bosques franceses del siglo XVIII (Liberté).

Viajes exploratorios a extramuros del universo propio, todas estas ficciones nos hablan de un mundo en trance de romper con las viejas fronteras nacionales y nacionalistas, refractario a caducas endogamias culturales y atravesado por vectores heterogéneos. Un mundo en el que cineastas de múltiples países encuentran, a su vez, anhelos, traumas y perplejidades perfectamente homologables a los que sus cámaras habían radiografiado en otras ocasiones. La universalidad de las emociones ya no se proyecta solo desde las más hondas raíces de lo local (como casi siempre ha ocurrido), sino que se despliega también por los más heterogéneos paisajes transnacionales, redescubiertos igualmente como  oportunidades para potenciar la creatividad y la internacionalidad del cine.

Frente a un mundo que se repliega sobre egoístas fronteras nacionalistas, que potencia el veneno de las pulsiones xenófobas y que levanta muros para conservar viejos privilegios, el cine se abre al mestizaje cultural y se enriquece en contacto con la alteridad. Las imágenes del muy chauvinista Cannes también nos hablaban de esto.