Ante una película como Oh Canada debemos celebrar que ante sus imágenes ya no será procedente ni hablar del estilo trascendental, ni de la moral calvinista como esos dos tópicos mayores que conforman la visión crítica del cine de Schrader. En Oh Canada no hay ningún cura –excepto un obispo pederasta que sale un pequeño momento–, ni tampoco ningún personaje que esconda una maldad profunda, ni en ningún momento el trayecto del protagonista remite al final del Pickpocket. Estamos ante otro modelo de película, en la que Schrader parte de un texto semiautobiográfico de Russell Banks –el autor de Aflicción y El dulce porvenir de Atom Egoyan– que murió poco tiempo después del rodaje. La película esta construida como una especie de juego de memoria que intenta contar el relato de Leonard Fife –Richard Gere y Jacob Elordi– que lo abandonó todo para encontrar refugio en Canadá. El personaje es un joven atrapado por las convulsiones del 68, pero que se manifiesta como un cobarde, un seductor y un ser inestable e incluso traidor en sus relaciones amorosas. Leonard Fife tuvo un hijo al que abandonó, en un momento determinado de su vida quiso ir a Cuba, pero no fue más allá de Florida, se presentó al reclutamiento para hacer el servicio militar y, sin embargo, fue expulsado del ejército y clasificado de cobarde. Su suegro le ofreció la posibilidad de gestionar un negocio y no le interesó la oferta. Estuvo dando clases en una universidad de Maine, cerca de la frontera con Canadá y se convirtió en un profesor seductor de alumnas. Su vida no puede clasificarse de historia ejemplar de un militante político, ni tampoco el relato pretende rendir cuentas con las cenizas de una generación. Leonard Fife, como el escritor Russell Banks, marchó a Canadá para dejarlo todo y empezar de nuevo. El gesto de abandonar los Estados Unidos tampoco tuvo una intención política, ni de protesta frente a la incertidumbre de su tiempo. Canadá fue el hogar, un simple refugio. Schrader juego con el puzle de piezas variadas, en el que la memoria ante la muerte intenta buscar alguna clave para entender un personaje que es muy plano y poco atractivo. Richard Gere está espléndido en su personaje, mientras que Uma Thurman aparece como casi una antigua modelo que forma parte del decorado.

Àngel Quintana

Picasso decía que un verdadero artista pasa toda su vida pintando siempre la misma manzana. Y cabían pocas dudas de que, a estas alturas, con 78 años ya y con la salud algo quebrada, después de El reverendo, El contador de cartas y El maestro jardinero, su nuevo film iba a volver a contarnos una historia de redención, un nuevo acto de contrición que, en este caso, toma casi expresamente la forma de un autoexorcismo personal. Aquí no estamos ante un sacerdote, un torturador o un exnazi, sino ante un cineasta, un documentalista enfermo de cáncer (Leonard Fife) que ve próxima la muerte. Aquí el protagonista no se sienta en una mesa a escribir sus diarios o sus memorias, pero se coloca delante de las cámaras para contar al mundo, delante de su esposa, lo más innoble y lo menos ejemplarizante de su verdadera historia. El calvinista torturado por el pecado en busca de la redención regresa así a su leitmotiv más obsesivo, y lo hace esta vez a partir de la última novela de Russell Banks (fallecido en 2023), amigo personal suyo, a quien había adaptado ya antes en aquella estremecedora obra maestra que era Aflicción. Oportunidad de oro, por tanto, para seguir profundizando, ahora con mayor resonancia autobiográfica que nunca, sobre aquello que tortura sus pensamientos.

Cuando empieza la película, cuando el documentalista se levanta con dificultad de la cama para recibir a las cámaras en su casa, dispuesto a confesarse, su horizonte vital es ya muy reducido y, quizás por eso, estamos entonces en un formato de pantalla 1:1,33 que posteriormente, a medida que los recuerdos vayan desplegándose hacia atrás en el pretérito, se irá ampliando a 1:1,66 y más tarde, cuando el protagonista todavía es joven y le queda mucho más tiempo de existencia, al 1:2,35. Porque esta vez Schrader prescinde del huis clos en el que encerraba a sus personajes anteriores y se entrega a su película más manierista, alternando incluso el color y el blanco y negro en algunas secuencias. El resultado es un obra personalísima es la que el ‘peso’ visual de muchos encuadres (sobre todo en el segmento del presente, cuando el film se deja traspasar abiertamente por tonalidades funerarias, y con mucho el mejor de la película) es inequívocamente suyo, pues le ‘pertenece’ en exclusiva y es bien reconocible. Entramos así en la memoria quebrada de este documentalista dispuesto a desvelar todas las mentiras y cobardías ocultas en su vida (abandonó a un hijo al que nunca quiso volver a ver, rechazó todo compromiso y ni siquiera se fue a Canadá huyendo del reclutamiento para Vietnam), mientras que el relato se va descomponiendo y la habitación donde filman las cámaras se hace cada vez más lúgubre.

Schrader parece celebrar casi una misa funeral: convoca en varias citas a sus dioses particulares (Susan Sontag, Freud, Errol Morris…) y recupera a Richard Gere –convertido en estrella gracias su trabajo en American Gigolo– para interpretar, en una actuación memorable, transida de dolor y de amargura, a este documentalista que ya solo encuentra consuelo en el hecho de desvelar sus verdades ocultas y en la presencia de su esposa. Reflexión dolorosa sobre la ficción de la identidad que queremos proyectar hacia el exterior (el ‘yo’ que se pone en escena para los demás: ese gran tema que el cine de Éric Rohmer trata con ingrávida ligereza y que el estilo de Schrader aborda con espesor y densidad), Oh, Canada no es la obra compacta, cerrada y armónica que era El reverendo. Las secuencias del pretérito que tratan de recomponer la memoria rota de Leonard son muy desiguales y la presencia de Jacob Elordi (otro miscasting evidente), sin apenas capacidad para inyectar complejidad emocional al joven Leonard, no ayuda demasiado. Lo que queda es un rompecabezas fragmentario y esquivo, quizás la obra menos dominada entre las últimas suyas, pero también por eso, más abierta y de mayor implicación personal. Habrá que volver a ella con mucho mayor detenimiento.

Carlos F. Heredero