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Quizá una de las mejores películas de Mia Hansen-Love, por lo menos para quien firma estas líneas, La isla de Bergman podría haber caído fácilmente, sin embargo, en el ridículo más espantoso. Pues ¿qué esperar de un argumento en el que una pareja de cineastas se instala en la isla de Farö, a la sombra del fantasma de Ingmar Bergman, en busca de inspiración y sosiego? ¿Cómo tratar con un material tan propenso al cliché? Y, sobre todo, ¿qué hacer cuando todo eso se mezcla con la crónica de una desintegración sentimental que se sitúa explícitamente en la estela de Secretos de un matrimonio (1973), una de las obras maestras del supuesto homenajeado? Pues cortar por lo sano, como hace Hansen-Love sin pensárselo dos veces. La primera parte de La isla de Bergman recurre a motivos visuales y narrativos muy propios de su mundo y de su estilo, desde el vagabundeo visto como metáfora de la desorientación existencial hasta la aparición continua e indiscriminada de personajes secundarios que actúan como contrapunto del periplo vital de los protagonistas. La segunda, por el contrario, interrumpe esa deriva para lanzarse hacia lo desconocido, hacia un universo mucho más incierto que reconfigura lo ya visto y propone nuevas perspectivas cada vez más difusas y nebulosas, hasta llegar a un final que podría ser también otro principio.

En efecto, en un momento dado, la mujer le dice a su pareja que va a contarle el argumento del guión que está escribiendo y de repente la pantalla se ve inundada por imágenes que parecen recrearlo. ¿Estamos en la mente del personaje femenino, incorporado con vulnerable sensibilidad por Vicky Krieps? ¿Vemos, por el contrario, lo que el hombre se imagina a partir de las palabras de ella? ¿O se trata de simples imágenes mentales que surgen de la propia película? Sea lo que sea, Hansen-Love no pretende que se confundan realidad y ficción, ni mucho menos elaborar una reflexión sobre el estatuto del relato y su poder mesmérico y blablablá. Por el contrario, se atreve a situar la ambigüedad en el centro de la imagen y esperar a ver qué pasa, hasta el punto de que los tiempos acaban confundiéndose, los personajes traspasan los límites entre uno y otro y, en fin, se deja en evidencia lo único que importa: el carácter volátil e inasible de toda ficción que se precie. De este modo, Hansen-Love no solo desestabiliza sus propios planteamientos iniciales, sino que acaba conectando, de la única manera posible, con el universo de Bergman, pues quizá el film al que se está remitiendo continuamente sea Persona (1966), allá donde otros dos personajes, también en la isla de Farö, se enfrentaban a sus propios relatos vitales contrapuestos. De una tacada, tanto las estrategias narrativas de La isla de Bergman como la filmografía anterior de su autora quedan desestabilizadas. Por un lado, una película que había empezado como una crónica realista conecta misteriosamente con otros retruécanos temporales del cine de ahora, sin ir más lejos Memoria o Il buco, respectivamente de Apichatpong Weerasethakul y Michelangelo Frammartino, también presentes en Sevilla. Por otro, el universo aparentemente realista, en el sentido más francés, del cine de Hansen-Love se desintegra y penetra decididamente en lo fantástico. En cualquier caso, esta es una película muy notable, quizá de lo mejor del festival hasta ahora, pese a sus flagrantes imperfecciones, o quizá gracias a ellas.