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En algún lugar de la comunidad autónoma valenciana, el propietario de un bar de barrio participa en encuentros de aficionados a la ufología mientras su hermana busca desesperadamente a una de sus hijas gemelas, que ha desaparecido sin dejar rastro. He aquí lo que podría ser el argumento de un thriller más o menos trepidante que, en manos de Chema García Ibarra y sus colaboradores, se convierte en una mezcla indefinible de comedia y tragedia, de ambigua exaltación de la cultura popular y feroz crónica político-social. Pues Espíritu sagrado, su primer largometraje, es una película coral, pero también el retrato caleidoscópico de uno de los personajes más fascinantes del cine español reciente. El cineasta ilicitano, además, utiliza a los actores como si los estuviera dirigiendo un Bresson de extrarradio para extraer de ellos incontables matices que van de la irrisión a la adhesión, del humor descacharrante a la distancia reflexiva. Y, last but not least, esa peculiar metodología desemboca en un relato en el fondo tan impenetrable como las numerosas esfinges egipcias que van apareciendo en el film y que se resumen en la imagen sobre la que empiezan a desfilar los títulos finales, una clausura tan certera como conmovedora que resume también, sin artificio alguno, lo que el orden capitalista oculta tras la banalidad mediática, puede que la banalidad del mal.

Pero dejemos eso, que el espectador ya descubrirá por sí mismo, y digamos que García Ibarra ya era conocido por una serie de cortos que, en su momento, algunos interpretamos como estación de paso entre la tradición hispánica del esperpento y la irrupción de una mirada capaz de resumir con precisión las estocadas mortales que internet y la cultura pop habían asestado a una cierta visión de la posmodernidad. Pues bien, ahora podemos decir que estábamos equivocados. En Espíritu sagrado no hay esperpento, sino otra cosa: una mirada que parece impasible pero va desvelando poco a poco su lado más tierno, de estricta solidaridad con sus personajes. Pues no se trata de retratar la España “negra”, si es que eso significa algo. Se trata más bien de contemplar esa entelequia desde una perspectiva a la vez materialista y metafísica, un vendaval de inmanencia que poco a poco deja entrever resquicios de trascendencia, una crónica marxista impregnada del espíritu del cine de Shyamalan o Apichatpong. La madre vidente con Alzheimer, el hijo que solo encuentra consuelo a su tediosa existencia en las fantasías sobrenaturales, la niña que lo observa todo como en una versión siniestra de El espíritu de la colmena, los parroquianos y las vecinas que actúan a la manera de un hilarante coro griego, todos ellos configuran un paisaje humano, demasiado humano, que se concreta de manera fulgurante en las afueras del barrio, en esos terrains vagues que actúan como posibles puertas al más allá por las que deambulan personajes contemplados con la mayor piedad del mundo, lo cual no implica ni condescendencia ni superioridad… Si alguien, en fin, estaba esperando el pistoletazo de salida de un cine español que se pueda considerar rigurosamente post-almodovariano, quizá esta sea su película.