Al más puro estilo Alfred Hitchcock presenta, los primeros minutos de La guitarra flamenca de Yerai Cortés funcionan a modo de prólogo, de presentación de la historia que está a punto de comenzar. En el centro de la imagen, Antón Álvarez (musicalmente más conocido como C. Tangana) expone los motivos que le han llevado a querer contar esta historia: “una pena muy grande”, tal y como su protagonista dirá en varias ocasiones. Un monólogo con el que compartir una anécdota personal, un travelling que convierte en un plano medio lo que había comenzado como un plano general, la elección del espacio (en mitad de un bar-cafetería tan atemporal, tan de la España de siempre) y el grano como marca visual que le otorga al conjunto una textura de film, son los elementos de este sugerente arranque, una especie de adelanto de lo que está por venir. A partir de aquí, Yerai Cortés entra en escena. Porque esta es su historia, la de su pena, la de sus padres, la de un silencio. Por eso, y por coherencia con el relato, su presencia siempre es la que predomina en pantalla: cuando no se encuentra en el centro del encuadre, son los acordes de su guitarra los que acaparan la atención y la emoción en todo momento. Álvarez se apoya en la trascendencia del relato oral y en las confidencias a voces que son las canciones, porque necesita combatir los silencios que han reinado la historia de Yerai, a veces incluso traicionando, en parte, la confianza de sus retratados. Porque cuando es difícil separar persona y personaje, es cuando más complicado resulta posicionarse éticamente ante una obra. Quizá ese sea el aspecto menos redondo de un film que hace del contraste su principal punto fuerte: de la fiesta al cementerio, de la risa al llanto… Una sucesión de imágenes contrapuestas que funcionan como metáfora de la propia vida, con sus altibajos, con sus secretos, con sus canciones y, por supuesto, con sus encuentros.
Cristina Aparicio
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