La novela de Alexander Dumas, El conde de Montecristo, es fundamental. Es un gran folletón que desarrolla y reflexiona sobre el tema de la venganza, convirtiéndose en un ilustre precedente de todos los revenges films que en el mundo han sido desde Old Boy a Kill Bill. También nos habla de un personaje siniestro enmascarado, que lleva una vida oscura en un palacio, donde oculta su identidad con la colaboración de dos ayudantes. Tampoco estamos lejos de Batman y de otros muchos cómics que han servido como precedente. El conde de Montecristo posee, además, un valor añadido para quienes somos de la generación de los setenta. Algunos no podemos contemplar nuestra infancia sin la imagen catódica de una televisión en blanco y negro en la que Pepe Martín fue nuestro eterno Edmundo Dantés. Es por todos estos motivos que el retorno de El conde de Montecristo tiene algo de celebración, sea en el formato que sea. El relato literario es tan potente que actúa como un contenedor de todo lo que fue el mejor folletón del siglo XIX.
Desde hace unos años, la compañía Pathé está empeñada en llevar a cabo una operación consistente en resucitar los clásicos de la literatura de aventuras del siglo XIX para mostrarles a los jóvenes actuales que Los tres mosqueteros fueron cuatro gracias a D’Artagnan y que Milady de Winter ha sido una de les damas más perversas de la novela histórica. Dentro de esta operación, El conde de Montecristo debía ocupar un lugar esencial. Rodada con un presupuesto de 43 millones de euros por dos directores artesanos que habían ofrecido a la Pathé algunos éxitos comerciales de la comedia popular francesa, la película no engaña. El conde de Montecristo es una adaptación bastante cercana al original literario rodada desde la grandilocuencia y el subrayado. La música es omnipresente y resuena en especial fuerza cuando Dantés llega a la isla de Monte Cristo para encontrar el tesoro oculto e iniciar otra vida. La realización es efectista y poco inspirada, pero el ritmo del montaje y los giros del relato original de Dumas hacen que la película funcione como un buen entretenimiento para las tardes del domingo, como un ejemplo de los excesos, límites y pocas virtudes del cine de entretenimiento europeo en la época de la postproducción. Eso sí, no hay que olvidar nunca que El conde de Montecristo es el origen de todo e ir a los orígenes nos ayuda siempre ha comprender el presente, en este caso el devenir.
Àngel Quintana