A sus 56 años, el prolífico director/animador/dibujante, Mariusz Wilczynksi ha firmado su primer largometraje, presente en las recientes ediciones de festivales tan prestigiosos como la Berlinale (en la novedosa sección Encounters) o Annecy, un desgarrador repaso de lo que fue su adolescencia en la Lodz de los años 70. En tanto relato memorístico, el realizador polaco se aparta de cualquier orden cronológico y su animación artesanal -que en ocasiones raya lo inverosímil porque hay planos que uno no acierta a entender cómo han sido compuestos- se desmadeja por un pasado desolador. Ese entorno fabril, agresivo y cerrado; los trenes que siempre llegan tarde, los barcos que nunca alcanzan su destino y las comunicaciones que siempre fallan; el deseo permanente de fuga; los blues de Tadeusz Nalepa que salpican la banda sonora y la imborrable presencia de la muerte se desparraman por este loop asfixiante y por momentos agotador, un palco VIP en la mente atormentada de un Wilczynski que tardó 14 años en componer este filme en el que la libre asociación y el talento inagotable y febril del creador culminan en una exposición de monstruos al carboncillo (la secuencia de la morgue es de las que se tarda en olvidar). Un exorcismo sincero, desgarrador y quién sabe si catártico para su autor.