Podrían colocarse una tras otra todas las películas de Matías Piñeiro y formarían un solo ser, un hermoso compendio de las mismas ideas y obsesiones que comparte espíritu, quizás, con el universo fílmico de Hong Sangsoo y con las espirales que forman sus variaciones infinitas. El cine del autor argentino revela la verdadera relación de lo cinematográfico con el mundo de lo escrito: sus relatos parten de Cortázar, de Shakespeare o de la comedia del arte para acabar cuestionándose por la naturaleza de las imágenes. ¿Qué papel ocupa el verbo en ese salto hacia otro lenguaje? Piñeiro lo busca y lo escenifica a modo de pregunta. Sus películas no dejan de interrogarse a sí mismas: allá donde se ofrece el más hermoso trabajo en la composición de la imagen, surge también alguien que deambula alrededor del plano para sembrarlo todo de dudas, para recordar que la escena es un lienzo en construcción permanente, un constante fluir que de alguna manera atrapa el discurrir mismo de la vida, con todos sus interrogantes y círculos sin cerrar.
Con el pretexto de que su protagonista luche por conseguir el papel de su vida, Isabella está consagrada al gesto de amor por lo que esconde el gesto de la interpretación. No es la primera vez: tal y como ocurría en Viola (2012), los ensayos atraviesan el relato pero aquí la vida se interpone, ya no queda espacio para el arte en este presente incierto, y el que queda se representa frente a un espejo, sin nadie que lo reciba. Por eso aquí el autor quizá esté más cerca de Antonioni que de las fábulas circulares de Sang-soo, donde los personajes deambulan por la ciudad como en El eclipse (1962) y filmar a Agustina Muñoz atravesando el plano parece la única forma de retratar el aliento de lo contemporáneo: personajes que tratan de luchar contra el tiempo, esclavos de ese tránsito permanente.
Quizás sea su película más desesperanzada, pero aún hay espacio para lo poético. Piñeiro abraza la duda y se sirve del texto de la obra para recordarlo: “Yo, que predico la palabra, puedo desdecirme”.