Posts Tagged ‘Matías Piñeiro’

Programa de Cortometrajes 1. CANNES 2021- Quincena de los realizadores

La primera proyección de cortometrajes incluyó Simone est partie (Mathilde Cavanne), un film homenaje a los abuelos de la autora, que juega con la relación intergeneracional al colocar como intérpretes de los ancianos a actrices y actores estudiantes de la Escuela de Artes Dramático de París. Se escuchan también algunos fragmentos de voz en off en los que el abuelo de la cineasta reflexiona sobre la vejez. Mientras, el corto imagina situaciones cotidianas en las que se pone de relieve la soledad, la enfermedad y el miedo a la pérdida. Después, The Windshield Wipper (Alberto Mielgo) se pregunta “¿Qué es el amor?” para desplegar un caleidoscopio animado de historias cruzadas, a través de las que seguir lanzando preguntas más que dar respuestas mientras la animación es capaz de sublimar lo individual y conducir a lo universal.

Pero destacó, junto a Train Again (Peter Tscherkassky – ver texto crítico de Jaime Pena), el único film en Cannes rodado en 35 mm y que a su vez es un gran homenaje al formato y a la historia del cine, Sycorax, el trabajo de Lois Patiño y Matías Piñeiro que funde, reelabora y lleva más allá, el estilo y los intereses fílmicos de cada uno de los dos autores (el más paisajístico y silencioso de Patiño con el más discursivo y teatral de Piñeiro) a partir de la relectura del personaje de Sycorax, salido de La tempestad de William Shakespeare. Un plano secuencia coreografiado, que fluye como una danza, sirve de presentación de los personajes, mientras la cámara va enfocando la materia física y sensible del poder expresivo de sus rostros. Después, tras la secuencia del casting, en busca de la actriz que ponga rostro al personaje de Sycorax (de nuevo el acto creativo que se pone en escena) le sucede todo un segmento ensoñado, en busca del árbol donde está escondido Calibán, en el que la naturaleza, el tempo y la búsqueda de los encuadres justos introducen una nueva capa de significado a la pieza.

Jara Yáñez

Isabella (Matías Piñeiro)

Podrían colocarse una tras otra todas las películas de Matías Piñeiro y formarían un solo ser, un hermoso compendio de las mismas ideas y obsesiones que comparte espíritu, quizás, con el universo fílmico de Hong Sangsoo y con las espirales que forman sus variaciones infinitas. El cine del autor argentino revela la verdadera relación de lo cinematográfico con el mundo de lo escrito: sus relatos parten de Cortázar, de Shakespeare o de la comedia del arte para acabar cuestionándose por la naturaleza de las imágenes. ¿Qué papel ocupa el verbo en ese salto hacia otro lenguaje? Piñeiro lo busca y lo escenifica a modo de pregunta. Sus películas no dejan de interrogarse a sí mismas: allá donde se ofrece el más hermoso trabajo en la composición de la imagen, surge también alguien que deambula alrededor del plano para sembrarlo todo de dudas, para recordar que la escena es un lienzo en construcción permanente, un constante fluir que de alguna manera atrapa el discurrir mismo de la vida, con todos sus interrogantes y círculos sin cerrar.

Con el pretexto de que su protagonista luche por conseguir el papel de su vida, Isabella está consagrada al gesto de amor por lo que esconde el gesto de la interpretación. No es la primera vez: tal y como ocurría en Viola (2012), los ensayos atraviesan el relato pero aquí la vida se interpone, ya no queda espacio para el arte en este presente incierto, y el que queda se representa frente a un espejo, sin nadie que lo reciba. Por eso aquí el autor quizá esté más cerca de Antonioni que de las fábulas circulares de Sang-soo, donde los personajes deambulan por la ciudad como en El eclipse (1962) y filmar a Agustina Muñoz atravesando el plano parece la única forma de retratar el aliento de lo contemporáneo: personajes que tratan de luchar contra el tiempo, esclavos de ese tránsito permanente.

Quizás sea su película más desesperanzada, pero aún hay espacio para lo poético. Piñeiro abraza la duda y se sirve del texto de la obra para recordarlo: “Yo, que predico la palabra, puedo desdecirme”.

 

Hermia & Helena (Matías Piñeiro)

Cristina Moreno

Sueño de una noche de verano es la obra que el director argentino Matías Piñeiro ha escogido esta vez para representar la vida de las protagonistas de su último largometraje, Hermia & Helena. La estancia de Carmen (María Villar) como becaria en Nueva York concluye, y vuelve a Buenos Aires. Camila (Agustina Muñoz) pasa así a ocupar su lugar en la residencia de la ciudad neoyorquina gracias otra beca: su objetivo será traducir la obra de Shakespeare. Otra indagación más sobre los textos del dramaturgo (ya lo hizo en Rosalinda, Viola y la La princesa de Francia) que no trata de ser una adaptación, sino un punto de partida para contar su historia. En este caso, la diferencia la pone el tránsito entre las ciudades.

Una narración que se centra en las idas y venidas de Camila utilizando el libro como mera materia argumental. Piñeiro nos transporta en el tiempo y en el espacio a través de flashbacks en los que viajamos entre su vida en Buenos Aires meses antes y la actual en Nueva York. Intercala idiomas (inglés y español), hace uso de distintos actos de la obra shakespeariana para superponer el texto a la imagen y añade diálogos en off en un pasaje que parece salido de una representación teatral del sueño de la joven. Abundan los planos detalle de objetos que cobran importancia y sentido a medida que avanza el metraje: los guantes que le regaló su novio (ambos olvidados en Argentina), las postales (pruebas de una relación que desconocemos a priori) y el fuego (el poder del olvido).

El film transcurre sin sobresaltos, con naturalismo, dejando caer los grandes secretos del personaje principal en pequeñas dosis a su paso por ambas ciudades. Relaciones y enredos amorosos, amistad y un padre ausente al que nunca conoció difieren de la experiencia que tuvo su amiga Carmen, a la que el viaje no le cambió en nada la vida. En palabras de William Shakespeare: “Helena: ¡Cuánto más felices logran ser unos que otros!”

Matías Piñeiro

La seducción del cine.

Jaime Pena.

Tras su presentación en el D’A de Barcelona, Viola, la nueva película de Matías Piñeiro (Buenos Aires, 1982), llega a distintos puntos de la geografía española durante este mes de junio. Es una buena ocasión para charlar a propósito de las peculiares condiciones de producción de sus películas o de la influencia que escritores como Domingo Faustino Sarmiento o William Shakespeare han ejercido en su cine con uno de los directores argentinos más prometedores surgidos de esa cantera inagotable que supone la Universidad del Cine bonaerense.

Vista en retrospectiva, llama la atención cuánto hay de su cine posterior en una película colectiva como fue A propósito de Buenos Aires (2006). ¿Es algo casual, responde a unas preocupaciones generacionales o hay algo ahí que podría identificarse con una marca de la Universidad del Cine?

Creo que responde, en parte, a algo que menciona. Se trata en su mayoría de la misma gente, fundamentalmente: Alejo Moguillansky (montador), Fernando Lockett (fotógrafo), Dana Ale (sonidista), María Villar y Romina Paula (actrices)…, personas que a lo largo del tiempo fuimos creciendo juntas, reforzando un vínculo que creemos productivo y que hace que aún hoy nos seduzca seguir haciéndonos las mismas preguntas y otras nuevas, película a película. Aquello que nos intriga del cine no ha cambiado, sino que se ha desarrollado.


Cuando El hombre robado se presentó en el Bafici 2007 se la acusó de ser ‘demasiado francesa’, muy Rivette. ¿Era real esa influencia de Rivette o del cine francés en general?

Cada película responde a la anterior, por el simple hecho de que es lo único que tengo para dialogar y lo que tengo más cercano. En el caso de El hombre robado quería apropiarme de la ciudad de una manera más directa que como lo había hecho en A propósito de Buenos Aires, que me resultaba algo rígida. Al mismo tiempo, quería traer un poco de luz, al menos de una manera muy oblicua, recuperar el valor ‘escriturario’ de un texto de Domingo Faustino Sarmiento y recorrer Buenos Aires a partir de un filtro enturbiado por el ‘sarmientinismo’. Creo que para aprender a enfrentarme a la ciudad, una ciudad muy condicionada por la ficción o la escritura, el cine me dio un par de lecciones. Ahí la Nouvelle Vague pudo haber ayudado, Cassavetes también, Antonioni, por qué no…

Pero, para ir al nudo de su pregunta, a mí de Rivette las que más me gustan (además de L’Amour fou, que vi tan solo hace un año en su versión completa) son las películas escritas por el cineasta argentino Eduardo de Gregorio: Los locos viajes de Celine y Julie y Duelle. En la época de El hombre robado solo había visto Celine y Julie… en una copia VHS Secam sin subtítulos, y mi dominio del francés en ese momento era, al menos, dudoso. Me gusta Rivette, claro, como también me gustan Preminger, Lang, Preston Sturges, Jerry Lewis, Fassbinder, Pedro Costa y John Ford. Es más, creo que para ser un rivettiano certificado todavía me falta un paso fundamental: arrojarme a las profundidades del fantástico. Quién sabe…


Viendo El hombre robado se tiene la sensación de que determinados personajes de la política y la cultura nacionales (empezando por Larreta o Sarmiento) acaban teniendo el mismo protagonismo que los que interpretan María Villar o Romina Paula.

Hay una serie de elementos del mundo que hay que fotografiar para hacer ficción. Y son esos los elementos que quiero filmar: esa esquina, ese cartel, ese edificio, ese libro con mis subrayados, a esa actriz en esos gestos, ese sonido de esos textos, ese árbol, ese chico tocando ese instrumento de esa manera, esa música, ese beso que no pude ya dar… A Sarmiento lo leí en una clase de literatura argentina del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires. Me gusta la literatura europea y estadounidense del siglo XIX, así que acercarse a la argentina iba a resultar al menos curioso. Me sorprendió la forma de su escritura, lo enraizado de sus ideas y conflictos con la creación de una identidad nacional y la fantasía que ejecutaba de la realidad para producir acciones. Su invención argumentativa es bastante estimulante y, por momentos, cómica. Pero, ante todo, es un excelente escritor. Me sorprendió que escribiera como lo hace y que estuviera tan presente en mi ciudad. Y me interesó esa instancia híbrida que constituyen sus textos, de cómo lo que es Historia con mayúscula se vuelve ficción para que luego esa misma ficción entre en la Historia de vuelta.


Con Todos mienten (2009), ¿era consciente de que la oposición Sarmiento/ Rosas que sustenta toda la trama es demasiado intrincada para un espectador extranjero?

A fuerza de películas tuve que aprender quienes eran John Adams, Richard Nixon, Juana I de Castilla, Charles de Gaulle, Garibaldi, María Estuardo, Confucio, el capitán Cook y muchos más. No veo por qué otros no van a poder aprender algo de quién fue Sarmiento sin necesidad de sentirse mal o dejados de lado por la elección de una figura importante de mi país. Además, en las películas, Sarmiento está metido en una maquinaria de ficción que funciona sin tener que saber mucho de él. Claro que aquél que sepa un poco más, va disfrutar en mayor medida. ¿Acaso no es siempre así?

Quizás, incluso, la película funcione como un primer estímulo para querer acercarse un poco más a la figura de Sarmiento. El cine puede ser un instrumento de conocimiento, si no estamos condenados a la obviedad o al silencio. Por otro lado, en Argentina Sarmiento da para bastantes confusiones (*).


¿Nos podría hablar de las condiciones de producción de estas películas, que entiendo realizadas con un presupuesto mínimo y sin muchas ayudas (INCAA, foros de coproducción, etc.)…?

Hago películas de muy bajo presupuesto con un grupo de personas que acceden a trabajar en esas condiciones. La producción funciona como una cooperativa donde lo más importante es realizar la obra sin que nadie pierda nada. Se trata de ser lo más flexible y ecológico dentro del sistema que componemos cada uno de los participantes.

No vivo de mi trabajo como cineasta de manera directa. Trato de pensar el sistema económico de mis películas de una manera que vaya siempre creciendo, pero poco a poco. Temo que la delicadeza de la forma de mis películas se vea afectada por las dependencias y deformaciones que genera la excesiva necesidad de dinero. El dinero es fundamental pero intento no tener que necesitarlo tanto. Creo que hay demasiada letra pequeña y que es necesario tener una personalidad particular para poder dominarlo. No sé si estoy preparado para ser ese tipo de director. El equipo sigue respondiendo positivamente a este tipo de trabajo que privilegia el placer a la ganancia material.

Nunca pedí subsidios ni créditos, porque nunca cumplí con los requisitos necesarios. Nunca estuve asociado a ningún productor mayor, nunca tuve un guion terminado un año o dos antes del rodaje, nunca tuve el tiempo de espera necesario para poder acceder a los beneficios de los fondos. Y esto evidencia tanto mis limitaciones como las del sistema. Por suerte, y por ahora, el nanotamaño de mis producciones, la cooperación del equipo, la Universidad del Cine, la suerte en los festivales y la aparición de ideas para nuevas películas han hecho posible que los rodajes se dieran. Veremos cómo sigue…


¿Cuál es el origen de Rosalinda (2011) y Viola (2012)? ¿Un montaje teatral?

El origen está en las actrices. Yo estaba leyendo a Shakespeare de manera sistemática durante la escritura del guion de Todos mienten. Me sorprendieron las comedias y ciertos personajes, los femeninos. Encontré en ellos una cercanía con este grupo de actrices que conozco, y me pareció que iba a ser interesante ver su lucha con esos textos. En 2010, el Festival de Jeonju (Corea del Sur) me ofreció hacer un mediometraje y de ahí nació Rosalinda. Luego me ofrecieron hacer una obra de teatro en el Centro Cultural Rojas e hice un pastiche de cinco comedias de Shakespeare en una obra de 35 minutos, de la que sale la escena de Viola. Frente a la energía y fugacidad de esos meses en el teatro, nació la necesidad de hacer Viola y capturar algo de todo eso. La necesidad de seguir indagando sobre esos textos y personajes me llevó a pensar la serie de las ‘shakespeareadas’ y de ahí vendrá también, próximamente, La princesa de Francia, mi siguiente película.


¿Qué le interesaba de Shakespeare, sus argumentos o la posibilidad de jugar con ellos en un ambiente contemporáneo, confundiendo el teatro y la vida?

Sí, estas comedias ofrecen un material (textos y personajes) que me interesa hacer chocar con la forma del cine, con el habla y los gestos de hoy. Son elementos como lo puedan ser un paisaje, una música, un cuerpo; acercar elementos que no parecieran tener que estar juntos pero que a partir de ese esfuerzo de reunión surge una energía de la que nace la ficción. No son adaptaciones, pues no me interesa llevar adelante una obra entera. Me llevaría a una burocracia narrativa que no me seduce, que no creo que pueda resolver bien ahora mismo. Es una limitación pero de la cual prefiero acentuar lo positivo, lo que más me interpela, lo que más me gusta. Me interesa el trabajo de delimitación, de descontextualización, para operar sobre ese punto, ese elemento, focalizarme en él, lograr una descripción del mismo para armar mi película. Son provocadores de ficción.


Aunque es una constante en Shakespeare, supongo que tampoco es una casualidad que se haya fijado en dos personajes femeninos como Rosalinda (Como gustéis) y Viola (Noche de reyes) que han de fingirse hombres en su proceso de seducción…

¡Es que son los mejores momentos de mis dos comedias favoritas! Son los puntos altos en el artificio de la representación. Me gustan esos momentos en los que los personajes se toman por personajes de una obra, donde se ficcionalizan a ellos mismos. Y un poco eso es lo que hago en mis películas: la mezcla de las actrices con los personajes que hacen de actrices que hacen de personajes de Shakespeare.


En el caso concreto de Viola, la parte más intrigante me parece la protagonizada por María Villar, en particular la escena del sueño y la utilización de la música de John Aylward, por todo lo que tiene de ‘desvío’ del mundo shakespeareano.

Sabía que una escena entre Romina, María y Agustina (Muñoz) iba a funcionar, que iba a ser bueno ensayar eso, filmarlo, editarlo. No sabía muy bien cómo, pero confiaba en el casting o, mejor, en la combinación de personalidades que uno decide poner en cada escena. Cada vez creo que eso es lo más importante, el balance de esas energías. Y tras esa decisión viene el guion y todo lo demás. Después hubo un par de efectos del azar, como la lluvia, que dio un buen tono, y un confinamiento de ocho o nueve personas del equipo para filmar la escena dentro del coche. No pudimos ensayar mucho y no tenía tan claro cómo lo iba a rodar. Dejé correr la cámara más allá de lo que había previsto porque todo iba bastante bien y creo que eso le dio mucha energía a la escena. Ahí Lockett, el operador, es fundamental, la confianza y el vínculo que tiene con las actrices, porque la verdad es que la cámara estaba obscenamente cerca del trío.

La música entró luego. Fue una inclusión en montaje. A John lo conocí gracias a una beca en el Instituto Radcliffe, en Harvard. Él tenía la oficina al lado de la mía, y mientras yo editaba, él ensayaba y ensayaba y había sacado ese disco (Stillness and Change) que yo escuchaba y escuchaba, y en un momento, mientras editaba, me dije: “Mh… me parece que esto tiene que estar de alguna manera en la película, todo este trabajo en este lugar y esta amistad que estoy forjando con esta persona increíble que es John Aylward…”. Y entonces entró la música, que, como además tenía silencios, me permitía hacer ese pasaje, esa elipsis, entre sueño y vigilia de manera perspicaz.


No sé si es una falsa impresión, pero tengo la sensación de que en Viola, sobre todo en las escenas iniciales de la representación y los ensayos, los planos son mucho más largos de lo habitual en su cine.

Son más largos, porque tenía este interés de lograr lo que no se logra en el teatro: uno, estar muy cerca de los actores y de ahí los primeros planos; dos, insistir sobre los rostros y romper la tiranía de los textos, que a cada texto le tenga que corresponder siempre un plano o una mirada (uno tiende a ver a quien habla) y quedarse más bien mirando cómo un rostro escucha. Entonces necesitaba cercanía y duración. El nivel de coordinación fue el mismo que en las otras películas. Ahí radica mi trabajo con Lockett y los actores: lograr que eso fluya, que todo sea movimiento y volumen. No fue necesario mucho ensayo. Sabía que el texto iba a poder someterse a esa repetición dado que las actrices venían de hacerlo durante cinco meses en el teatro.


¿Y qué vendrá tras Sarmiento y Shakespeare…?

La princesa de Francia va a centrarse en el principal personaje femenino de Trabajos de amor perdidos. Como el verdadero protagonista de esta película es un hombre, Shakespeare pasará a la radio. No más teatro, ahora las grabaciones de un radioteatro. A Sarmiento lo retomaré en la adaptación de Medida por medida, que va a ser la cuarta ‘shakespeareada’: Isabella. Me gustaría hacer un corto también, quizás con Sueño de una noche de verano; Hermia se debería llamar, pero todavía hay otras cosas en medio que resolver.

Declaraciones recogidas vía e-mail, A Coruña-Buenos Aires,

entre el 3 y el 7 de mayo de 2013.

(*) Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), escritor y docente, fue Presidente de la Nación Argentina entre 1868 y 1874, entre otros cargos políticos. Juan Manuel de Rosas (1793-1877), militar y político, ocupó el cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires en distintas legislaturas. Sarmiento y Rosas representan dos versiones contrapuestas de la nación. Si el primero es unitario, el segundo sería federal. Su antagonismo se acrecentó con los años, sobre todo a partir de la adopción de Rosas por parte del peronismo. Por el contrario, Sarmiento sería la “bestia negra” del kirchnerismo, en palabras del crítico argentino Quintín.