Print Friendly, PDF & Email

La primera escena de God’s Creatures nos recuerda que el mar suele arrastrar y sacar a la luz a sus muertos. La escena es simbólica porque lo que pretende la película no es otra cosa que sacar a la luz aquello escondido, la tragedia nunca confesada. Estamos en un pueblo pesquero de la costa irlandesa forjado por la tragedia, en el que la comunidad vive del trabajo de selección del pescado que los hombres entregan cada día con sus barcas y del cuidado de las ostras atlánticas. En este mundo nos encontramos con la figura de Aileen, una madre que ha vivido siempre sumida en sus silencios, que ha consentido muchas veces para evitar fragilizar el complicado entorno familiar. Aileen sabe muchas cosas, pero actúa como si no las supiera y acoge en sus brazos a su hijo Brian, recién llegado de Australia. No sabemos qué es lo que le empujó a escaparse, ni que fue de su vida anterior.

En el primer tramo la película es casi como un retrato social de las formas de vida en ese pequeño rincón irlandés. No obstante, en la parte central del metraje, entendemos por qué el hijo se marchó a Australia, cuál es el pasado que esconde y cuál el que han escondido muchos hombres de la familia bajo la mirada de consentimiento de la figura materna. Algo sucio saldrá a la superficie y todo acabará confluyendo en un potente drama sobre la violencia doméstica, la depredación masculina y los silencios de una sociedad que acaba consintiendo. Interpretada por una recuperada y potente Emily Watson que observa y acaba tomando conciencia, Anna Rose Holmer y Saela Davis filman con buen pulso y saben mantener las elipsis oportunas, aunque algunas veces fuercen el desarrollo de lo trágico.

Àngel Quintana

God’s Creatures se encierra en un pequeño pueblo pesquero de la costa irlandesa anclado en la tradición, el silencio y la asunción de la violencia. En ese entorno cerrado en sí mismo, frío y duro donde muy poco se expresa y casi todo se oculta, la relación entre una madre (Emily Watson) y su hijo (Paul Mescal), permite a las cineastas explorar el modo en el que se preserva el privilegio masculino también a través de las propias mujeres. El dilema se juega entre el amor incondicional de la madre hacia su hijo y la necesidad de terminar con el maltrato y el ostracismo que toda la comunidad ejerce sobre las mujeres que han sufrido agresiones sexuales.

El mar, siempre presente, acompaña la evolución emocional de los personajes de tal modo que el violento romper de las olas contra las rocas sostiene la fuerza simbólica del momento preciso en el que se produce la dolorosa toma de conciencia de la madre y su ruptura inquebrantable con el hijo, que supone al mismo tiempo la quiebra con el mundo en el que ha aprendido a subsistir. La esperanza queda, como casi siempre, en manos de las generaciones más jóvenes que aquí, emprenden el viaje de huida.

Jara Yáñez