Print Friendly, PDF & Email

Al hablar de Borrar el historial, la película de Benoît Delépine y Gustave Kerbern recientemente presentada en este festival, les citaba también Gagarine, otro objeto volador no identificado (y nunca mejor dicho) que atravesó casi simultáneamente la sección oficial. Pues he aquí, de nuevo, lo que podría constituir un anatema para cierto tipo de cinefilia, digamos, ortodoxa: una crónica social que poco a poco se convierte en cuento de ciencia ficción, un relato de vocación claramente política que deviene cine fantástico. Y más cosas aún, ya que esta ópera prima de Fanny Liátard y Jérémy Trouilh es también una historia de amor en clave naif, un relato coral sobre una cierta banlieu parisina y una fábula sobre el estado de ánimo de un país, diríase que de un continente, que prefiere soñar a rendirse. ¿O no se puede resumir así la peripecia de un joven de color, abandonado por su familia, que decide emular a su héroe, el astronauta ruso Yuri Gagarin, nada menos que en un barrio a punto de demolición, aquel en el que ha vivido toda su vida?

No voy a contarles cómo se materializa esta transmutación, pues buena parte de la originalidad de la película reside básicamente en ese punto. Pero sí les diré que emerge de una narrativa voluntariamente deslavazada, siempre elíptica y ajena al realismo prototípico, lo cual pone en duda constantemente su vocación de película comprometida y/o combativa. Aquí ya no sirven referentes como Ken Loach o Robert Guédiguian, sino más bien la tradición de Spielberg y Lucas. Es como si los parias del siglo XXI, los desposeídos de esta época inclemente, encontraran más consuelo en la fuerza de la ficción que en el compromiso a la antigua usanza, o mejor, como si el compromiso consistiera ahora en situarse al margen de todo y batallar desde allí, desde un espacio propio al que el poder no puede acceder. Liátard y Trouilh combaten en ese territorio con una convicción a veces demasiado retórica, incluso mesiánica, pero su lucha no deja de resultar simpática precisamente por esa condición insensatamente utópica: al fin y al cabo, para ellos, no puede concebirse un mundo diferente sin un cine diferente.