Me voy de Sitges con la sensación de que Pobres criaturas, la película de Yorgos Lanthimos, es el contraplano en versión ‘cine de autor’ de Barbie, de Greta Gerwig. No voy ahora a desarrollar esa intuición, pero sí a decir que tiene que ver con la otra idea que me ha acompañado estos cuatro días: es urgente una redefinición del concepto ‘cine fantástico’. Lanthimos –como ya hizo Gerwig: tampoco en eso es original– cree inventar un mundo, un universo audiovisual, que en realidad ya está inventado. Las ciudades multicolores, los personajes que se quieren estrambóticos, los colores relucientes y las superficies planas –diríase que ‘superficies superficiales’ aun en su devenir barroco– existen en eso que llamamos ‘la realidad’, desde hace mucho tiempo. Quizá no en la misma medida, pero es evidente que lo visible ha experimentado un cambio de dimensiones aún incalculables desde que existen Internet y sus aledaños. O desde que vemos más series y otros materiales en pantallas de todo tipo que películas en las salas de cine. La realidad ya no es real. Ha sido suplantada por un mundo que no le pertenece, que nada tiene que ver con ella, pero al que seguimos llamando ‘realidad’. La realidad se parece a esas series, a los vídeos de YouTube, a los efectos especiales creados digitalmente. Es más, la realidad es uno de esos efectos especiales.
Entonces, ¿no será que el ‘cine fantástico’ es en realidad más ‘realista’ que nunca? ¿Y que las películas a lo Ken Loach o a lo Dardenne –o mejor, el universo que retratan esas películas– son en realidad ‘cine fantástico’? Si los universos fantásticos suelen permanecer ocultos, ahora mismo la pobreza y la exclusión social son mundos fantásticos, aquello que no vemos y que provoca, cuando sale a la superficie, miedo y terror, inquietud y desazón. Cuando la protagonista de Pobres criaturas lanza su mirada hacia un barrio pobre de Alejandría y Lanthimos muestra en pantalla cuerpos supuestamente reducidos a la más pura miseria, lo que vemos en realidad es un efecto especial, un decorado irreal, un truco, una ilusión. Mientras el público y la crítica gozaban del festival, estallaba la guerra en Gaza y salía a relucir un universo fantástico que muy pocas veces vemos, aunque más desde que Rusia invadió Ucrania: el colorido neón de las grandes urbes sustituido por el polvo y la piedra, la sangre de verdad, los muertos reales. En Sitges, pues, lo real era lo que sucedía en la pantalla y lo fantástico lo que sucedía en Gaza e Israel. ¿Qué sentido tiene, entonces, hacer hoy en día un festival de cine fantástico en el que siguen apareciendo monstruos y otros seres maravillosos de toda índole y condición?
Ahora me explico el éxito de un festival como el de Sitges: el público, los fans, no acuden al certamen para evadirse de su vida cotidiana, sino para intentar dilucidar qué significa, para verla en una pantalla y tratar de interpretarla mejor. Los muertos de La sociedad de la nieve, la nueva película de J. A. Bayona, no son una recreación de los cadáveres de aquel accidente ocurrido en los Andes en 1972, sino la imagen misma de nuestros muertos de ahora, de modo que, en la pantalla del Auditori sitgetano, en la proyección del 9 de octubre, se convirtieron automáticamente en los muertos de Gaza e Israel. Ese toque fantástico, que atraviesa tiempos y épocas, es lo que hace tan diferentes los respectivos films de Bayona y Lanthimos. El paso al otro lado, la aparición de esos cadáveres en el fuselaje quemado de un avión, nos hace comprender de repente que lo oculto es ahora lo real, y que lo real asusta y conmociona, pero también regocija. Los aplausos de los fans de Sitges en las salas del festival, cada vez que se produce un acto violento en la pantalla, responden a la necesidad de que por fin la realidad se muestre en toda su crudeza, de que no se nos escatime ya más. De ahí que una película como Tiger Stripes, de Amanda Nell Eu, no deba verse como la recreación de un imaginario naif, sino como una visión certera del estilo y la puesta en escena del mundo en que vivimos: sin profundidad alguna, elemental y básico, por mucho que parezca complejo y misterioso. Y de ahí que los multiversos de La teoría universal, de Timm Kroger, tengan que ver con la disolución de lo real: cuando algo existe en varios lugares a la vez, acaba por no existir en ninguno de ellos, por no existir en absoluto.
¿Podría aplicarse eso también al cine? ¿Dónde ha estado el cine durante estas cuatro jornadas sitgetanas? ¿Lo hemos visto o no? Lo ignoro por completo, pues lo que parece innegable es que el cine ya no es lo que era: si al reflejar lo que ve todo parece una fantasía, Bazin no tenía razón, o cuando menos ‘ahora’ ya no la tiene. Las imágenes ya no revelan nada porque no hay nada que revelar, porque las esencias, los sentidos últimos, han desaparecido quizá para siempre, precipitados en espirales formadas a su vez por múltiples filtros. No es cierto que Pobres criaturas sea un reflejo de la Inglaterra victoriana, ni que La teoría universal tenga que ver con Hitchcock o Borges, ni que Tiger Stripes hable de Malasia, ni que In Flames, de Zarrar Kahn, sea capaz de dar vida a la situación de la mujer en Pakistán… Si acaso, todas ellas juegan con la imagen que nos hemos hecho de esas cuestiones a partir de su banalización en los mass media, entendidos en un sentido amplio. Y ellas mismas, las películas, pasan a formar parte automáticamente, una vez realizadas y exhibidas en un festival como Sitges, de todo ese pandemónium.
De ahí la gran cantidad de filmes que parece que veamos a través de filtros, nunca en primer grado, como si se nos presentara la cabeza de la Medusa y tuviéramos que enfrentarnos a ella de manera oblicua e indirecta, por la imposibilidad de mirarla de frente: La teoría universal adopta las formas de un thriller de los años cuarenta; Late Night with the Devil (Cameron Cairnes y Colin Cairnes), uno de los films más interesantes vistos en la sección oficial, se presenta enteramente como una grabación televisiva de los setenta; There’s Something in the Barn (Magnus Martens) quisiera ser una película de los ochenta, a medio camino entre ET y Los gremlins; Where the Devil Roams, de John Adams, Zelda Adams y Toby Poser, se esconde tras un blanco y negro a medio camino entre las fotografías de la Gran Depresión y el primer cine de David Lynch… Se podría decir que no existe un ‘cine fantástico contemporáneo’, solo las sombras de lo que una vez fue, solo las máscaras tras las que se oculta –como ‘lo real’– y bajo las cuales puede que no haya nada. O como mucho la artificiosa penumbra de filmes como Stopmotion, de Robert Morgan, casi una caricatura de cierto cine de terror intimista de los setenta, antes de que el panorama se llenara de sagas y franquicias.
Se impone, pues, un exorcismo, y de ahí que varias de las películas vistas en Sitges, estos cuatro días, muestren personajes a tal punto obsesionados con una idea fija que parecen poseídos por ella. En Sleep, de Jason Yu, un hombre no puede dormir, en apariencia, porque otro, ya muerto, se lo impide; en Late Night With the Devil la televisión es el mismísimo diablo, a punto de hacerse con el alma de su audiencia ya en los años setenta; en Vincent debe morir, de Stéphan Castang, el cuerpo social en pleno se ve arrastrado por una oscura fuerza que lo obliga a agredir al prójimo; incluso en Tiger Stripes, todo culmina en una ceremonia pretendidamente cómica en la que se quiere liberar del mal el cuerpo de una adolescente cuyo único pecado ha sido tener su primera menstruación… El propio cine fantástico está obsesionado con que aún es capaz de producir miedo e inquietud en el espectador, poseído por el recuerdo de sí mismo, por la memoria de otros tiempos que a veces utiliza como máscara o disfraz. Augure (Baloji) intenta poner al día esa convicción ya insostenible fingiendo que ese cine también puede hacer frente al terror poscolonial en Congo, cuando en realidad reproduce las nociones de ‘exotismo’ y ‘cultura popular’ explotadas por el cine-fantástico-localizado-en-territorios-lejanos de siempre, añadiéndoles una estética moderadamente pop. The Last Ashes (Loïc Tanson) también está convencida de que la vieja alianza entre géneros ajenos al fantástico y los tópicos de este último puede seguir funcionando como si nada…
Quizá el exorcismo que necesita el cine fantástico solo deba hacer salir una cosa de su cuerpo narrativo: su excesiva autoconciencia. Por eso, si Pobres criaturas no creyera de sí misma a pies juntillas que es la única revisión feminista posible de todos los frankensteins de la historia del cine, quizá resultaría menos pomposa y pagada de sí misma. O si Wake Up, del colectivo RKSS, no estuviera tan convencida de ser una metáfora de la sociedad de consumo sería más efectiva y menos gritona al respecto. O si las que quieren ser más renovadoras –como Augure y Tiger Stripes– no lo intentaran con tanto ahínco, desactivando así las posibilidades más subversivas del género, podrían verse como algo menos pretencioso, menos pensado para competir en Sitges, pero también en Cannes, como así hicieron. Al salir de ver La teoría universal, una chica, detrás de mí, le dijo algo a su acompañante que podría aplicarse a muchas de los filmes que vi en Sitges estos cuatro días: “El director de esta película cree haber hecho algo mucho mejor de lo que en realidad es”. Otra vez a vueltas con la realidad… Carlos Losilla