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En los últimos meses más historias de maternidades negras están ocupando nuestras pantallas: un espectro que va de la complejísima Saint Omer. El pueblo contra Laurence Coly al irregular –aunque relevante– relato de terror, Nanny. Léonor Serraille (ganadora de la Cámara de Oro en 2017) se sube al carro con una propuesta que, si bien en el tono dramático podría asemejarse más a la ficción de Alice Diop, en el fondo se halla más cerca de la sencillez narrativa de la ópera prima de Nikyatu Jusu.

Como ambos ejemplos, Mi hermano pequeño habla sobre la experiencia del exilio de una familia, compuesta por una madre y sus dos hijos, que emigra de Costa de Marfil a Francia a finales de los años ochenta. En la primera parte del film seguimos a Rose en su día a día, observándola en su papel de madre cabeza de familia, pero también a través de las relaciones, amorosas o sexuales, que mantiene con hombres siempre blancos, insinuando en algún nivel un comentario sobre la sexualización de la mujer negra. Y quizás sea esto lo más interesante de la película de Serraille. Sin embargo, la directora francesa opta por una estructura tripartita que, si bien busca mostrar las vivencias tanto de Rose como de sus dos hijos, Jean y Ernest, acaba jugando en su contra, limitando el espacio para desarrollar las ideas que propone. El resultado es un film que sin duda propone cuestiones políticas relevantes, pero que termina constatando aquel antiguo refrán: “el que mucho abarca poco aprieta”. Daniela Urzola