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A lo largo de las distintas secciones que componen la programación de este 19 Festival de Sevilla, la reconstrucción del pasado, a través de material fílmico preexistente, ha sido una tónica general. Desde el análisis exhaustivo del poder de la propaganda y la remodelación de la realidad de Mark Cousins en su The March on Rome, pasando por la cinta documental de Sergei Loznitsa, The Kiev Trial, a partir de material hasta ahora inédito del Juicio de Nuremberg. Sin olvidar la atrevida y sugerente propuesta de Julián Genisson, Inmotep, que nos hace replantearnos nuestra dependencia y sumisión a la imagen como ente consciente y preternatural o el uso del deep fake del que hace uso Alexandr Sokurov en Fairytale, para reescribir el pasado fascista de un mundo contemporáneo que sigue perseguido por unos fantasmas que aquí se hacen carne presente en su hibridación de imagen analógica y digital. Pero desde una perspectiva más personal y aparentemente trivial, el material fílmico preexistente, surgido a partir de la videocámara doméstica, ha servido para crear una tendencia o subgénero que Aftersun, el debut de Charlotte Wells en la dirección, lleva un paso más allá.

A partir de la recreación de un supuesto material de video preexistente (y una recreación de ese mismo material desde una perspectiva ficcional) y la relación vacacional de un padre separado con su hija preadolescente, Wells construye un dispositivo que propone un relato sobre la figura del padre ausente desde la mirada infantil, repleta de lugares opacos y desconocidos, desde la mirada de aquello que la videocámara doméstica permite vislumbrar del presente al pasado y que se encuentra oculto casi en el margen de los fotogramas. Así, Wells construye la puesta en escena de su relato antinarrativo -donde nada aparentemente relevante ocurre, ni el libreto se construye en base a la fórmula del guion convencional- desde la mirada incisiva, curiosa y melancólica de Sophie, que se convierte en el punto de vista de un espectador que lentamente se deja seducir por la extrañeza de lo cotidiano, los misterios de lo familiar, absorbido por una gramática audiovisual que construye tanto la recreación, como la ficción per sé, casi como si toda la cinta se construyera en base a fragmentos, retazos, slices of life de unas vacaciones veraniegas sin temporalidad definida (¿pasan días, meses, en la narración de los acontecimientos?) y donde la ausencia de respuestas y palabras dan lugar a una doble catarsis emocional, construida en base a la melodía y las letras del Losing My Religion de REM y sobre todo el Under Pressure de David Bowie y Freddie Mercury y la intromisión onírica y tenebrosa de ensoñaciones o pensamientos del presente.