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Basada en el libro autobiográfico de una periodista norteamericana, el nuevo largometraje dirigido por Sean Penn pone en imágenes lo que el añorado Ángel Fernández Santos (al hablar de El Sur y de Elisa, vida mía) llamaba “ese ajuste de cuentas inevitable que, más tarde o más temprano, siempre tiene lugar entre un padre y una hija”. En este caso, la huella que la oscura, secreta y conflictiva existencia de un loser desarraigado (mentiroso patológico y delincuente vocacional) deja en la vida y en la personalidad de su hija, primero una niña fascinada por las fantasías paternas y luego una mujer joven que intenta abrirse paso por sí misma a despecho de todas las ausencias y mentiras de su progenitor. Organizada en diferentes fragmentos temporales, Flag Day (título que alude al Día de la Bandera en Estados Unidos, una conmemoración emblemática y mitificada por el padre) fuerza desde el minuto uno la dimensión supuestamente intensa y lírica de sus imágenes a base de impostación compositiva y pinceladas que parecerían querer emular los rasgos más afectados del último Terrence Malick. La búsqueda incesante de la trascendencia de cada momento desvela enseguida lo esforzado de una apuesta estilística impuesta desde fuera y que no surge de manera orgánica de las entrañas del drama narrado, que habría necesitado quizás un tratamiento mucho más seco y más duro. Queda entre medias el intento de contrastar, por una parte, las imágenes filmadas por el padre con una cámara de super 8 mm (vinculadas a la idealización de la convivencia entre padre e hija durante la infancia de esta), lugar de las secuencias de la representación festiva del sueño mítico de la nación (expresado por la Fiesta de la Bandera) y, por otra, la hiriente realidad de la desestructuración familiar, las separaciones, los vacíos y los engaños, que devienen de esta forma expresión simbólica de la otra cara del american dream. Es una pena que la afectación y la pose visual de la mayor parte de las imágenes acabe por abaratar un empeño que se adivina tan sincero como autoconvencido de su trascendencia.

Carlos F. Heredero