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Enric Albero

FORMENTERA LADY (Pau Durà)

Al igual que Sergio & Serguéi (Ernesto Daranas, 2017), Formentera Lady es una fábula amable de corto alcance que rehuye el sentimentalismo sin desprenderse de su condición de pasatiempo inocuo. Samuel (José Sacristán) es un hombre doblemente varado: vive encallado en Formentera y sigue anclado en los años setenta, época en la que el movimiento hippy se instaló en la isla (Pau Durà especula con que bandas como los King Crimson la convirtieran en lugar de estancia). Casi medio siglo después, Samuel vive a su aire, se gana el pan y el brandy tocando el banjo en un garito y su única preocupación consiste en esperar el enésimo fallo del carburador de su viejo jeep, de nombre Ulises.

Todo se quiebra cuando el pasado regresa en forma de nieto al que cuidar. Las peripecias familiares y generacionales le valen a Durà para hacer equilibrios con la ternura comedida y la comedia de sonrisa (ahí está el siempre efectivo Jordi Sánchez aportando el contrapunto), todo para enhebrar un cuento sobre la madurez tardía (un rite of passage geriátrico) decorado con postales del paraíso balear. Apenas hay profundidad reflexiva en una película que se limita a apuntar la posibilidad del fin del Edén en favor de la especulación urbanística o que araña débilmente las consecuencias de mantenerse fiel a una filosofía vital hedonista y anacoreta alejada del capitalismo caníbal (cuyo modelo acaba imponiéndose). Todo es mucho más simple, bienintencionado.

El ante todo actor Pau Durà le saca partido a un Sacristán templado y rinde tributo a veteranos intérpretes, como su paisano Juli Mira, asumiendo una tradición de la que forma parte y a la que le augura el porvenir que representa el debutante Sandro Castellanos (impagable su frase en la rueda de prensa de presentación: “Yo no sabía quién era José Sacristán antes de hacer la película. Me explicaron que era uno de los mejores actores de España”). No es el único rastro de inteligencia y respeto que deja el realizador alcoiano en su ópera prima: la utilización del catalán en todas sus variantes, mostrando la riqueza idiomática compartida entre baleares, valencianos y catalanes, demuestra cuanto daño le ha hecho al cine español esa búsqueda del acento neutro que tanta vitalidad (y pluralidad) ha restado a las diferentes lenguas que cohabitan en este nuestro estado. Es una pena que escuchar el gallego de Matria (Álvaro Gago, 2017) o la naturalidad oral con la que se desenvuelven los actores de esta Formentera Lady siga resultando extraño (tristemente extraño).

VIOLETA AL FIN (Hilda Hidalgo)

4 Violeta al fin

Violeta (Eugenia Chaverri) es pensionista, católica y, a sus más de setenta años, recientemente separada. Su casa, una suerte de oasis en medio de la ciudad, y los recuerdos familiares que alberga, son su tesoro más preciado. Ni sus hijos ni su exmarido la convencerán para que abandone su frondoso jardín a cambio de un buen pellizco. Violeta no solo no cede, sino que además está dispuesta a montar una pensión y equilibrar una economía doméstica un tanto maltrecha desde que le dio puerta a su marido. Cuando recibe a su primer inquilino, que no es otro que su profesor de natación, y el negocio parece florecer, llegará el golpe: el banco le reclama la vivienda, hipotecada por su exesposo sin que ella tuviera la más mínima idea.

A partir de ese argumento, Hilda Hidalgo narra la quijotesca lucha de una anciana llena de vitalidad contra un sistema económico voraz e inmoral, pero también, aunque de manera más tímida, contra determinadas convenciones genéricas fuerte y fatalmente asentadas. En resumen, Violeta pelea por su independencia individual y económica frente a su antiguo compañero, frente a sus hijos y frente a sus amigas, todos empeñados en que vuelva al redil matrimonial y haga los cosas como Dios manda (su condición de separada choca frontalmente contra su fe, lo que le genera no pocos problemas de conciencia).

La directora costarricense juega, de manera muy elemental, con la arquitectura del hogar y el lugar de libertad que le proporciona el enorme jardín para expresar la sensación de encierro de una protagonista que busca emanciparse. La propuesta es humilde y sencilla –ni siquiera hay una continuidad en ese tratamiento fílmico del espacio– y se limita a ilustrar con trazo tranquilo, sin nervio, la vida de esta mujer combativa a su manera, como si las decisiones de Violeta no guardaran relación alguna con lo acartonado de las imágenes que componen el film.