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Enric Albero

PIELES (Eduardo Casanova)

La ópera prima de Eduardo Casanova supone una enmienda a la totalidad del manual de buenos modales que delimita las fronteras de la normalidad. Ética y estética se funden para reivindicar el derecho a la diferencia y arremeten contra las dictaduras impuestas por casi cualquier canon (belleza, cultural, etc.)
El seguimiento de una serie de personas con peculiaridades físicas se torna un grito desprejuiciado contra la represión. El grand guignol, el kitsch, el freak show y demás formas grotescas sirven para sacar a relucir las contradicciones que rigen nuestra sociedad. Hiperbólica, siempre moviéndose en el filo, Pieles estetiza la alteridad hasta transformar en monstruos de barraca de feria a los adalides de las convenciones, a esa gente corriente que lleva eones estigmatizando a un niño por vestir de rosa.
Los personajes que se cruzan a lo largo de esta arriesgadísima película, del deforme al pedófilo (!), son tratados con ternura, sin que ello esté reñido con mostrar la crudeza o la emotividad cuando es necesario. Además, se utilizan diferentes variantes cómicas como instrumento desestabilizador de conciencias: se llega a la carcajada cómplice desde los diálogos (Carmen Machi y Candela Peña bordan sus líneas) pero también se alcanza la incomodidad a fuerza de  retorcer los límites del humor cuando se mete hasta la cintura en el lodazal de la escatología (¿aquí nos reímos o no? ¿nos mirarán mal si lo hacemos?) reforzando así su idea de base.
Aquí están Almodóvar y Kenneth Anger, John Waters y Xavier Dolan y no está ninguno de ellos porque Casanova demuestra tener una mirada propia cuya onda expansiva se antoja inmensurable. De hecho, necesitará controlar su efusividad fílmica: la estructura de vidas cruzadas sobre la que se asienta la obra se tambalea en muchos momentos; primero porque la mecánica del sketch interfiere en su ritmo, después porque la casualidad suple a la causalidad para cerrar el círculo argumental como al realizador le interesa. Más allá de sus desequilibrios, la potencia visual, la feliz y polisémica comunión entre imágenes y música, y su sano discurso invitan a dejarse atrapar por la extroversión cinematográfica de este joven director: en sus películas cabemos todos (al menos todos los que estemos dispuestos a entrar en ellas).

EL JUGADOR DE AJEDREZ (Luis Oliveros)

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Si uno fuera un programador de gustos añejos (por no decir rancios) se marcaría una doble sesión con Gernika (Koldo Serra, 2016) y El jugador de ajedrez (Luis Oliveros, 2017), las dos vistas en el Festival de Málaga con apenas un año de diferencia. Ambas mimetizan las formas de un clasicismo trasnochado y malentendido, como si la historia del cine hubiera dejado de escribirse en los 40 y la memoria estética hubiera sufrido un borrado que impidiera superar aquellos códigos fílmicos. La película que cerró la Sección Oficial del certamen malagueño narra la historia de Diego Padilla (Marc Clotet), campeón de España de ajedrez en 1934 que, tras casarse con una periodista francesa, emigra huyendo del franquismo para terminar encerrado en una cárcel parisina en manos de la SS. Salvo algunas secuencias que se desarrollan en el patio en el que los oficiales y soldados nazis fusilan a los presos, el aspecto del film rezuma ancianidad: si las películas olieran, esta olería a pachuli. El plano final, con la grúa elevándose y la música compuesta por Alejandro Vivas buscando territorios más allá de la última frontera sonora del dolby surround, señala cuáles son los objetivos de esta pieza de corto alcance que, en demasiados momentos, recuerda a un episodio de Amar en tiempos revueltos (y no precisamente para bien).

LA MEMORIA DE MI PADRE (Rodrigo Bacigalupe)

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Alfonso (Jaime McManus), guionista de televisión que se encarga de adaptar al público chileno series norteamericanas, tiene que hacerse cargo de su padre, aquejado de Alzheimer. Estamos frente a un episodio explotado en repetidas ocasiones por el cine reciente (desde El hijo de la novia a Still Alice) que, en manos de Rodrigo Bacigalupe Lazo, no ofrece novedades ni temáticas ni estilísticas. La partitura de Milton Nuñez pulsa las teclas de la emotividad cuando corresponde, como si las situaciones reflejadas no fueran suficientemente tristes, y solo en un par de momentos la puesta en escena abandona esa funcionalidad insustancial que parece ser el signo de gran parte del cine de hoy en día: ese lento travelling mientras padre e hijo acercan posturas a pesar de la retahíla de agravios que les separa es, con mucho, el mejor plano de un filme que, tratando la problemática que trata, se olvida con demasiada facilidad.