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Enric Albero

SELFIE (Víctor García León)

Sin motivo aparente, Bosco (Santiago Alverú), hijo de un ministro del Partido Popular encausado por varios delitos, se convierte en el protagonista de un (falso) documental autobiográfico que da testimonio de su caída libre. Aunque el dispositivo fílmico que articula Víctor García León quede en un pretexto al que se le adivina un potencial que luego queda sin explotar, Selfie es un lúcido sopapo en la jeta de la clase política actual. Comedia ácida, negra como el futuro de un PSOE aniquilado del panorama político que se describe, el film del director de Más pena que gloria (2001) reparte estopa a diestro y siniestro: populares y podemitas quedan retratados, los unos como pijos que viven en una dimensión desconocida para la mayoría, los otros como idealistas naífs e inmaduros que habitan un universo no menos despegado de la realidad. Se le pueden achacar problemas de ritmo –su primera media hora es sencillamente desternillante– pero hay que concederle no pocos méritos: la visibilización y dignificación de una serie de colectivos (discapacitados e inmigrantes, por ejemplo) que conforman ese tejido social marginado por los detentores de las instituciones o la decisión de convertir a una invidente en la metáfora de un país que quiere buscar una entente ideológica entre posturas aparentemente opuestas que parece conducir a ninguna parte.

NIEVE NEGRA (Martín Hodara)

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La factura de este film, tan convencional como irreprochable, sirve de hermoso envoltorio a un guion que está lejos de ser un regalo agradecido. La venta de unas tierras inhóspitas en mitad de la Patagonia vuelve a reunir a dos hermanos (Leonardo Sbaraglia y un afortunadamente contenido Ricardo Darín) que llevaban varias décadas separados, víctimas de un supuesto accidente de caza que le costó la vida al otro vástago de la familia y que provocó el ingreso en una institución mental de la cuarta hermana de este póquer fraternal. Estructurada en dos tiempos que se concatenan de manera mecánica y no siempre fluida –hay transiciones entre presente y pasado muy eficaces y otras menos orgánicas– el primer largometraje en solitario de Martín Hodara gana cuando se deja atrapar por el paisaje, pero adolece de falta de tensión provocada por una irregular dosificación informativa. Tampoco juega a su favor el twist dramático del último acto que, para alcanzar un final retorcido y coherente –en la línea de Mystic River (Clint Eastwood, 2003)– apuesta a la carta de la casualidad para revelar ese enigma del pasado al que o no puede o no sabe llegar de otra manera (quizá un par de versiones más de guion no le hubieran hecho daño a una película sólida en lo visual pero con un débil armazón dramatúrgico).