La ópera prima de la colombiana Yennifer Uribe Alzate inicia con una cámara estática que recoge en un plano secuencia el universo obrero que habita Sandra: el interior abarrotado y ensordecedor del autobús 243. La música popular de Medellín inunda el vehículo mientras Sandra interpela al conductor y, como ayuda, este le invita a sentarse a su lado. La cámara permanece enfocada en la mujer, con el cuerpo estrictamente recto mirando a la carretera y una mirada que rehúye la figura del hombre, rechazando cualquier amago de vínculo. La piel en primavera propicia una identificación con Sandra desde los primeros minutos de metraje, una visión desde la posición de una madre soltera trabajadora, adversa a las invitaciones de la mano de cualquier entidad masculina.

En una suerte de late coming of age, Alzate encuentra una vía de escape a una rutina atada a un capitalismo asesino de relaciones afectivas entre trabajadores. En el centro comercial, que ahonda en el ansia de control de Sandra mientras desempeña su labor de vigilante de seguridad, la cámara cercena su ser del espacio común, manteniendo fuera de plano al colectivo femenino de limpiadoras que comentan sus conquistas en la sala de descanso. El primer contacto piel con piel que experimenta Sandra es frío y clínico, obligado por un cacheo a una presunta ratera, que evidencia el comienzo de un acercamiento progresivo a los cuerpos que habitan su espacio. Un catálogo de juguetes sexuales desata una expedición de autodescubrimiento, con la presencia constante de espejos que recuerdan a Sandra su propia corporeidad. Las imágenes, ecos del Golden Eighties de Akerman, dan voz a las mujeres de mediana edad para poner palabras a sus propias experiencias sexuales, mientras la cinta convierte el interior del autobús, antes gris e impersonal, en la fantasía adolescente que Sandra nunca tuvo, repleta de luces rosadas y con melodías románticas llenando el silencio. Una aproximación a la libertad, para Alzate, ocurre en el cosmos femenino de las salas de descanso, los cubículos del baño o las salas de estar, en las que las mujeres conversan mientras, en un espejo diminuto, comprueban la intensidad de su pintalabios, antes de romper la magia y salir al escaparate de la noche.

Elena del Olmo Andrade