No sé si forma parte de la leyenda o fue la pura realidad pero como constató el historiador Kevin Brownlow, Chaplin tardó casi un año en filmar la escena en la que la chica ciega reconoce al vagabundo en Luces de la ciudad. Chaplin había empezado realizando casi treinta películas para la Keystone en 1914 y acabó gastando un año de su vida para rodar una secuencia. A lo largo de su carrera fue fiel a una vieja idea proveniente del mundo del circo según la cual los grandes clowns siempre hacen la misma actuación, buscando variantes que les permitan llegar hasta la perfección. En un momento en que el cine ha olvidado a Chaplin como fuerza originaria que marca todo el cine, Aki Kaurismäki es el único cineasta que se mantiene fiel a su legado y busca la manera de integrar su herencia en el interior de su filmografía.

Kaurismäki también empezó como Chaplin rodando muchas películas. Entre 1981 y 1999 rodó una película o dos películas cada año. A  partir de un momento fue distanciando sus rodajes, hasta el punto de que en trece años solo ha rodado dos largometrajes, El otro lado de la esperanza (2017) y Fallen Leaves (2023). En este periodo Kaurismäki ha ido buscando la perfección dentro de un estilo, mientras ha ido afinando sus variaciones, la construcción de sus personajes, sus paisajes interiores, sus destellos de tristeza, hasta conseguir llegar a realizar una película que busca el rigor en cada detalle, la elegancia en cada plano, la humanidad en cada gesto. De forma significativa la última palabra de Fallen Leaves de Aki Kaurismäki es Chaplin. De forma parecida a Luces de la ciudad vivimos una historia muy triste de amor marcada por ciertas dosis de humor. Es como si en el interior de cada imagen reposara todo aquello aprendido durante una trayectoria, para depurarlo y sacar todo lo mejor de su estilo. El resultado es un auténtico monumento al amor entendido como forma suprema de humanismo.

A lo largo de la película todo es tremendamente sencillo. La chica trabaja en un supermercado, el chico en una empresa siderúrgica. Un día se ven en un bar. Otro día, la chica observa desde un autobús al chico durmiendo la borrachera en una parada. Finalmente van juntos al cine a ver una película de zombies de Jim Jarmusch y al salir alguien dice que le recuerda Diario de un cura rural de Robert Bresson. Se intercambian las direcciones, pero el chico la pierde. En la radio no cesan de llegar noticias de los civiles fallecidos en la guerra de Ucrania, el mundo parece dar la espalda al amor. Y a partir de aquí, Kaurismäki filma una historia de malentendidos, separaciones, reencuentros marcados por esas malas partidas que a veces el azar juega a los enamorados. Pero también marcados por una adicción al alcoholismo que distorsiona esos encuentros y que implica un proceso de superación personal, ya que el amor puede transformar los vicios y sacar a relucir nuevas virtudes. No hay ni un beso, ni los amantes se tocan en toda la película, sin embargo, hay muchísimas bellas canciones de amor que puntúan todos los encuentros. El amor se desarrolla alejado de las convenciones actuales y retoma alguna cosa heredada de las formas de representar el amor en el cine clásico. Las referencias cinéfilas van acumulándose, Breve encuentro de David Lean, Tú y yo de Leo McCarey, Una partida de campo de Jean Renoir y, sobre todo, Luces de la ciudad. Al final en la banda sonora escuchamos una versión finlandesa de Les Feuilles mortes, el poema de Jacques Prévert al que puso música Yves Montand.

Una vez llegado a este punto y afectado por el recuerdo emocionado de la película este cronista reconoce que quizás la única manera posible con la que se puede acabar este texto es recordar que Prévert en su poema escribió:

Tu que me amaste, yo que te amé.

Y la vida separa a los que se aman,

Muy dulcemente, sin hacer ruido.

Y la mar borra en la arena

El paso de los amantes separados.

Àngel Quintana


Una coherente genealogía se abre paso en la obra de Aki Kaurismäki: es la que da sus primeros pasos con Contraté un asesino a sueldo (1990), el primer film que rueda fuera de su país, y sigue después con Luces de bohemia (1992), Juha (1999) y Un hombre sin pasado (2002), hasta llegar a esta Fallen Leaves. Entre medias quedan otras obras mayores del cineasta (sobre todo, Nubes pasajeras y  Le Havre), pero las citadas anteriormente comparten el hecho de narrar, en su columna vertebral, una historia de amor vivida siempre por personajes situados al margen de la confortable ‘sociedad del bienestar’: un humilde oficinista despedido de su trabajo y tentado por el suicidio, vagabundos y bohemios sin rumbo, un hombre sin memoria instalado en un campamento de indigentes o proletarios despedidos una y otra vez de su empleo. A la postre, el universo del trabajo de los obreros en los camiones de basura, en un restaurante, en una fábrica, en una obra de la construcción, en un supermercado o en una fundición retorna siempre a las imágenes de este cineasta (recordemos también Sombras en el paraíso, La chica de la fábrica de cerillas o La fundición, entre otras muchas), un director que hoy se sigue reivindicando comunista, que puebla sus películas de un atrezo deliberadamente anacrónico (dice que no le gusta la estética del presente) y de música de todo tipo, un acompañamiento que aquí se hace más presente y constante que en casi ninguna otra de sus realizaciones: karaoke, tango finlandés, rock indie, una serenata de Schubert…

El milagro estrictamente cinematográfico de la historia de amor entre los dos protagonistas de este nuevo film (auténticas ‘hojas caídas’, casi perdidas y barridas por el viento en medio de una sociedad que ni siquiera los mira) es la empatía y la ternura que destilan unas imágenes tan secas y lacónicas como en todo el cine de su director, pero cuyo encadenado en el montaje se muestra esta vez, si acaso, algo más poroso y abierto, algo más reposado y menos cortante. Una cadencia atravesada quizás por la bonhomía y por la mirada profundamente humanista de un director que, a sus sesenta y seis años, mira a sus criaturas con una amplitud, una solidaridad y un deseo de felicidad que no oculta, en ningún momento, la devastadora realidad en la que viven sin más horizonte de futuro que el de su propio amor, irrenunciable por ambas partes, a pesar de que todo en el relato conspira para separarlos.

Los protagonistas salen de ver en el cine una película de zombis (Los muertos no mueren, de Jim Jarmusch) y a la salida escuchan comentarios de otros espectadores. A uno el film le ha recordado El diario de un cura rural, de Bresson, y a otro Bande à part, de Godard. La primera vez que se encuentran frente a frente, lo hacen delante de un afiche de Breve encuentro (David Lean), lo que nos anuncia ya el futuro inmediato de su relación, de la misma manera que todas las canciones del film, varias de ellas interpretadas en directo dentro de la diégesis, comentan el desarrollo de la historia casi a la manera del coro griego. Todo en esta obra maestra incontestable (la mejor película del festival hasta el momento, con mucha diferencia) respira amor por los personajes sin ceder jamás al sentimentalismo. Profundamente romántica en su interior, Fallen Leaves se desvela finalmente como una cierta relectura de Luces de la ciudad que se cierra, en el final más lacónico, hermoso y bello que hemos visto en muchos años, con un guiño de ojo, un corte de montaje y un plano de cierre en el que Chaplin aparece donde menos se le espera y a modo de emocionado tributo. Una felicidad y una hermosura de película. Carlos F. Heredero