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Quizá la más narrativa de las películas de Lav Díaz, sin duda la que se adscribe con mayor fuerza a una cierta tradición del relato y del género, When the Waves Are Gone contiene un plano que podría resumirla a modo de metáfora: uno de los protagonistas, tendido en una cama y rodeado de prostitutas, explica la mismísima trama del film a sus compañeras de lecho en pocos minutos, algo que al director le ha costado más de dos horas, todo ello en el interior de un relato que acabará durando más de tres. Pues, en efecto, la película combina una historia de gran intensidad dramática, e incluso trágica, con la habitual puesta en escena de su responsable, consistente en planos largos, larguísimos, a su vez a medio camino entre una extrema sofisticación, claramente visible en la construcción del encuadre, y una tosquedad incierta, basada en su extraña temporalidad e incluso en la ocasional irracionalidad que preside la relación entre contenido y continente. ¿O acaso es muy habitual que una historia de venganza entre dos policías filipinos absurdamente enfrentados, situada bajo la héjira del presidente Duterte, contenga escenas que consisten en largos bailes de sus protagonistas ante la cámara o que algunas situaciones se resuelvan con torpeza indiferente, con tal de transmitir sin descanso una sensación de delirio y alucinación? 

Sabemos el final casi desde el principio, lo cual sugiere una estructura más bien convencional, pero esa aparente previsibilidad se demora en continuos desvíos no tanto narrativos como descriptivos y contemplativos –algo habitual en el estilo de Díaz, por otra parte– que aquí adquiere una apariencia todavía más rarificada que de costumbre. La tensión entre la linealidad de lo que se cuenta y la oscilación permanente del cómo se cuenta, siempre dubitativo entre proporcionar información y dilatar su comparecencia, provoca de este modo que la película aparezca permanentemente sumida en un estado de histeria que, a su vez, se intenta frenar mediante la ralentización de las formas. Y el resultado es algo así como un film concebido a partir de atmósferas y ambientes continuamente traspasado por perfusiones indiscriminadas y gestos súbitos de ruptura y cambio de tono. Como colección de texturas es insuperable. Como metáfora del país, sin embargo, resulta un poco obvia, no tanto por su explicitud como por su arbitrariedad e intermitencia.