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En Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), Jeffrey (Kyle MacLachlan) juega a los detectives. Con la excusa de dilucidar el misterio tras una oreja encontrada entre unos arbustos, se pone a fisgonear y termina escondiéndose en el armario de la amante de un gánster. “No sé si eres un detective o un pervertido”, le dice de hecho su compañera de pesquisas. La investigación le lleva a sumergirse en los bajos fondos, a transitar a ‘otro lado’, a convertirse y cohabitar con personajes que parecen sacados del cine negro.

De hecho, al comienzo de Terciopelo azul, cuando la cámara pasea entre la perturbadora ‘normalidad’ de Lumberton, uno de los vecinos está viendo un film noir. Lo que en un comienzo está en el televisor, pronto se apodera de la película, como si los habitantes de esa colorida, luminosa y anodina localidad se hubiesen adentrado en la pantalla. Este tránsito entre la realidad y la representación se acentuaría en Mulholland Drive, filmada en el intersticio entre un milenio y otro.

Si Mulholland Drive rezuma los aires del cambio de siglo no es solo por su fecha (2001), sino porque dibujaba este cambio de calendario en su estructura, claramente dividida en dos partes. La película de Lynch se escinde como lo hace otra película dispuesta para definir estéticamente la fisura entre el siglo XX y el XXI: Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul, también se seccionaba en dos. En Terciopelo azul había una incursión, una aventura hacia el otro lado de la pantalla que se saldaba con un regreso a una normalidad que ya solo puede ser vista como inquietante, el paso de un tipo que, como otro Jeffrey (el de La ventana indiscreta), quiere dejar de ser espectador para intervenir en la historia que está observando. En Mulholland Drive el tránsito desaparece, de manera que, aunque se puede argumentar que una de las partes corresponde al reino de los sueños y la otra a la realidad, lo cierto es que podría ser al revés. Donde antes había un viaje, aquí todo parece cubierto por el halo de lo onírico, de lo fantasmagórico, de la ficción, por mucho que haya un momento concreto (aquel en que la cámara penetra en una caja color cobalto) en el que claramente se dibuja el paso de una esfera a otra.

Mulholland Drive se quiebra en sendas partes, entre el sueño y su reverso pesadillesco, pero también en dos figuras: una mujer rubia y otra morena. La primera es Betty (Naomi Watts), que ha llegado a Hollywood persiguiendo precisamente un sueño, el de convertirse en una estrella (“aunque a mi lo que me interesa es ser una buena actriz”, dice ella, antes de aclarar que hay estrellas que también son excelentes intérpretes). La segunda dice llamarse Rita (Laura Elena Harring), un nombre que hace suyo cuando ve a través del espejo el cartel de Gilda, uno de los casos más paradigmáticos de la femme fatale, la encarnada por Rita Hayworth. La mujer, morena y desmemoriada, asume así la identidad de uno de los grandes arquetipos clásicos; y con esto invita a Betty a adentrarse en una intriga, una suerte de ficción.

Si en Terciopelo azul Jeffrey parece seguir la estela de otro personaje homónimo (el mencionado protagonista de La ventana indiscreta), en Mulholland Drive Lynch parece retomar la senda iniciada por Hitchcock en Vértigo. Eso sí, aquí no hay una transformación tangible (no hay tinte, no hay peinado, no hay visita al sastre), sino que sus figuras transitan de un lado al otro sin coartadas. Betty pasa a ser Diane; y Rita ya no será su amante, sino su desamor. No es extraño que Lynch retratara la pasión y el desafecto lésbico en una película que funciona como un espejo: las dos mujeres sirven primero como reverso pero hay un momento en el que ambas se miran como si fuesen el reflejo la una de la otra (las dos rubias, gracias a una peluca).

En la cafetería, el recuerdo de Rita brota tras leer el nombre de una camarera (Diane, un nombre muy querido por Lynch, que en la segunda parte de Mulholland Drive corresponderá al personaje interpretado por Naomi Watts). Y en la cama, se desvela al grito de “silencio” y le pide a Betty que la acompañe a un sitio. La memoria involuntaria va abriendo puertas. El lugar en cuestión es una sala de conciertos medio vacía, y en la que se pone en escena un espectáculo que no hace otra cosa que revelar el artificio propio de la representación: la trompeta suena sin que el músico la toque, y la cantante parece entonar una conmovedora melodía para luego revelar que es todo un truco, que no hay banda. La escena sirve de núcleo de Mulholland Drive, una película que, como más adelante Inland Empire, versa en torno a Hollywood.

Preguntado por la ‘Fábrica de sueños’ en aquella época, Lynch decía: “Hollywood es invisible, siempre está cambiando, pero siempre tengo el sentimiento del sueño de la edad dorada. El hecho de que la gente iba ahí para crear un mundo. Y todo el glamour y los chismes y el hecho de estar interpretando en el interior mismo de Hollywood. Y todos estos dramas que lo rodean. Hay este sueño que lleva la gente a Los Ángeles para atrapar algo. Es mágico. Pero siempre está cambiando y las películas solo enseñan una pequeña parte de esto, no su totalidad”. Si el film de Lynch se parece a alguna película es a Ha nacido una estrella, aquel elogio del artificio que George Cukor realizó a mediados de los cincuenta. El universo de colores extremos, de canciones, de decorados evidentemente postizos, de mares arrebatados de Ha nacido una estrella era la perfecta definición de Hollywood, y también de Los Ángeles. En Mulholland Drive, Lynch parece reafirmarse como director de musicales, piedra de toque de un cierto cine manierista, y uno de los géneros que mejor ha permitido ahondar en los recovecos del artificio. Si Terciopelo azul culminaba entre otras cosas en torno a la performance musical de In Dreams, de Roy Orbison, Mulholland Drive se articula alrededor del número en el club Silencio. Y como el film de Cukor, el de Lynch sirve de radiografía de una ciudad y de una industria.

Da la impresión que el siglo XXI comenzó con Mulholland Drive. La película es si acaso la explicitación de un intersticio, también la anticipación del mundo escindido en que vivimos y la culminación de una historia, la de un Hollywood dorado convertido en un fantasma. Mulholland Drive se abalanzaba hacia la dimensión de los sueños como lo había hecho otra película en el hueco entre milenios: Eyes Wide Shut. Lo más hermoso del film de David Lynch es cómo, pese al predominio de lo atmosférico, pese a lo ambivalente de su estructura, hay algo tremendamente concreto. Los rostros de sus personajes aparecen a menudo empapados, ya sea de sudor o de lágrimas, ya sea por un llanto sentido o por uno fingido. Lynch consigue ser muy físico, en una película que, ante todo, se instala en lo inaprensible. Esta podría haber sido una película esencialmente cerebral, pero en verdad resulta visceral en su relato del miedo (el encuentro previamente soñado, presagiado, con una figura monstruosa a la salida de un diner) y en su retrato de las heridas del desamor. Hay algo profundamente tangible en su exploración del dolor. Sus imágenes viven en el sueño, en la ficción, en lo inasible, como si convivieran con los rastros de aquel Hollywood que fue (por ejemplo, el de Ha nacido una estrella). Sin embargo, carecen de la frialdad de lo virtual.

Quizá, el hecho de que una película que sirvió para inaugurar el siglo XXI fuera concebida como serie televisiva revela ya los signos de los tiempos que estaban por venir. Como el tipo de Mulholland Drive que lleva a su amigo a una cafetería porque presintió una escena de terror, Lynch es un visionario. La estructura aparentemente deslavazada de un largometraje que había nacido como un serial podría invitar a pensar en una excesiva fragmentación; sin embargo, de sus huecos va emergiendo su atmósfera y su discurso. Lynch inauguraba el milenio con una película que originariamente tenía que ser una serie; casi dos décadas después, presentaba una serie considerada, por muchos, la mejor película de lo que va de siglo.