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En su crítica de la primera temporada de la serie creada por Sam Levinson (Caimán CdC nº 85), Javier Rueda concluía que “si la adolescencia es algo parecido a una trinchera, con Euphoria la ficción televisiva construye una de sus zanjas más memorables: bella, dolorosa y resiliente”. Así podría describirse, precisamente, el espacio (simbólico) en el que se desarrollan los dos episodios especiales de la serie: un refugio donde resguardarse de las batallas diarias que se libran en el mundo exterior. En una línea similar, Felipe Rodríguez Torres describía en Mutaciones el diner en que transcurre el primer episodio como “un limbo imbuido de melancolía”: en efecto, el restaurante se convierte en un impasse geográfico y narrativo donde se filtra una cantidad inasumible de dolor mientras la realidad queda al otro lado del cristal .

Pese a su condición de excepcionalidad, los dos episodios de Navidad de Euphoria (que funcionan como transición entre la primera y la segunda temporada sin formar parte de ninguna de ellas) pueden entenderse como la perfecta prolongación de una obra que encuentra una de sus más valiosas virtudes en la irreprochable coherencia entre estética y discurso. Y es que ese ejercicio de honestidad está presente también en los dos especiales: si el primero rompe el frenesí visual de la temporada previa para optar por una desnuda puesta en escena donde las palabras ofrecen el testimonio más libre y valioso del sentir de Rue, el segundo regresa a una estética más cercana al grueso de la serie para abordar (y desvelar) el entramado emocional de Jules. Con la acción congelada (y sin hacer alusión a tramas que quedaron en el aire al finalizar la temporada), Levinson se adentra en el terreno emocional y psicológico de las dos jóvenes revolviendo en su pasado, imaginando un futuro posible y, sobre todo, entendiendo un presente afectados por ambos tiempos.

A modo de impasse narrativo, el ritmo vertiginoso de la serie baja de revoluciones y se toma el tiempo necesario para escuchar a sus protagonistas. A partir de sendas conversaciones (diálogos trascendentes de carácter confidencial), el showrunner se mantiene fiel al retrato generacional que tan minuciosamente ha ido construyendo para adentrarse esta vez en un terreno mucho más privado y vulnerable. Y lo hace imponiendo una distancia prudente al introducir a la figura del interlocutor, en la forma de dos adultos que ejercen una función de mediadores con el espectador, una herramienta que evidencia el respeto (y el cariño) con que el creador trata a sus personajes.

Al prescindir de la voz en off de Rue (narradora habitual de la serie y cuya subjetividad condicionaba inevitablemente lo que relataban las imágenes de la temporada), se impone un elocuente discurso (filosófico y terapéutico) que se cuestiona la existencia, donde el intercambio comunicativo libre y honesto se hace posible cuando el personaje no se siente juzgado, donde importan más las preguntas que las respuestas que ofrece. Levinson sitúa al espectador en territorios que hasta el momento le estaban vedados por el anclaje al punto de vista de Rue: el mundo interior de Jules y su problemática, que hasta ahora eran zonas en penumbra, se muestran bajo una nueva luz en el segundo especial (no en vano coescrito por la propia Hunter Schafer, que da vida al personaje).

En última instancia, ‘Parte 1: Rue’ y ‘Parte 2: Jules’ configuran un díptico de la soledad que, a modo de espejo, establece paralelismos entre las situaciones de ambas ya sea a partir de la concepción narrativa (ambos capítulos se estructuran a modo de conversación) o de sus ideas visuales: el filmarlas atrincheradas tras un cristal, compartiendo la misma ensoñación.