“El miedo es invisible” dice Miren. Sin embargo, la puesta en escena en Querer visibiliza de manera sutil lo invisible; aparece detrás de Íñigo (el marido), sentada al lado de Jon (el hijo menor) y filmada debajo de Aitor (el hijo mayor) mientras la interroga. Es cierto que es sutil, al mismo tiempo que también es explícito. Se ve con más claridad en el cuestionamiento que le hace Aitor a su madre, en esa escena que está concebida como un interrogatorio. La puesta en escena es muy importante para contar el miedo que siente ella, ya que el miedo condiciona una forma de estar en el espacio. No es solo miedo a los hombres de su familia, es miedo a contar algo que no ha contado todavía a nadie más allá de una comisaría.
Cuando Miren está a punto de salir de comisaría con sus dudas está filmada desde un contrapicado. ¿Cómo se conjuga esa cercanía de la cámara con la distancia hacia sus personajes? Me gusta la sencillez a la hora de filmar y no manipular al espectador en su viaje con los personajes. También es verdad que buscamos muchas veces esa sutileza en la puesta en escena porque son procesos emocionales muy complejos. Ese plano era una forma de aislarla de la abogada antes de salir a la calle y enfrentarse a todo lo que está al otro lado. Quería huir de narrativas épicas, más de blancos y negros, con personajes que tienen todo muy claro y saben lo que quieren. Aquí Miren está con dudas y temores ante lo que debe hacer, por eso intentaba contar con silencios y miradas este complejo proceso.
¿Qué lugar ocupa el espectador frente a las imágenes de Querer? Quería que el espectador sintiera que podía juzgar por sí mismo a los personajes, que no era yo quien estaba intentando colocarle en un determinado sitio. Fui muy estricta con esa idea de guion que llevé a la dirección: la de contar con cuatro puntos de vista. Solo quería jugar con esos cuatro puntos de vista que son los de la familia. De esa forma el espectador era uno más de esa familia y uno más que está presente en el juicio. Esa idea se respetó hasta el final.
Hay dos escenas en el primer capítulo en las que Miren sale al exterior (una en la Ertzaintza y otra la huida de su casa) donde el espacio resulta una metáfora del espacio público y el espacio privado. ¿Podría explicarnos este trabajo narrativo desde los espacios donde Miren sufre y se refugia de la violencia? Hay algo contradictorio que me interesa de esos sitios que pueden ser sitios cotidianos y de repente está sucediendo este thriller de huida. Me interesaba que son también los espacios donde se producen las violencias; en las casas y también que son espacios de la calle donde la gente puede pasear con la compra. Recuerdo cuando rodábamos alguna escena que tenía un poco más de acción, que la rodábamos como acción doméstica, casi cotidiana. Intentaba jugar con el tono de esas situaciones y pensaba cómo Miren está en un proceso de huida hacia adelante pero el mundo sigue su ritmo a pesar de su drama. Me gustaba trasladar ese dilema de quienes sufren violencias y acaban de denunciar de “lo cuento o no lo cuento… ¿Doy ese paso de convertir esto íntimo en algo público?”.
¿Cómo fue el trabajo de documentación para construir un guion que fuese riguroso con el tabú de las violaciones en el matrimonio? Lo que me atrae de este tema es que es muy complejo. Hay muchas preguntas, pero también muchas respuestas que no tengo. El terreno judicial era un terreno desconocido para mi. Escribo la serie con Júlia de Paz y Eduard Solà, y los primeros meses los dedicamos principalmente a la investigación, a hablar con personas que han vivido estos casos de cerca: abogados y abogadas, asociaciones de víctimas, psicólogos que trabajan con agresores. Hemos estado en juicios reales para conocer esos procesos y entenderlos mejor.
El tercer episodio está dedicado al arco narrativo más estrictamente judicial y usted lo filma con frialdad y distancia… Desde que empezamos a ir a juicios reales empezó a fascinarme mucho ese mundo que muchas veces vemos en la ficción representado de manera espectacular y épica. Sentía que había algo extraño e incómodo en un escenario crudo en el que muchas personas se juegan su destino vital. Cuidé el rigor judicial en la puesta en escena de la distribución espacial o del orden de los testigos. Supervisamos el lenguaje para que fuese técnico, preciso y se ajustase a la realidad. Quería plasmar todas las consecuencias que se desencadenan cuando alguien decide contar algo así y denunciar. Ese efecto dominó irreversible, que genera mucha soledad a las personas que están en la posición de Miren.
¿Cómo llegó a esa estructura de guion en cuatro capítulos? El tema es tan complejo que daba para abrir mucho el campo, pero pensé, con ese espíritu minimalista que tengo, que lo mejor era centrarnos en la familia y en lo judicial. En esos dos viajes había muchas contradicciones, eran también muy distintos y se alimentaban entre ellos. El arco judicial tenía fecha de caducidad y sus tiempos, pero el arco familiar podía ser infinito, y me interesaba explorar dónde podía estar la reparación, la sanación o la reconciliación en el caso de Miren.
La elipsis entre el final del segundo capítulo y el principio del tercero implica un abismo de tres años que se perciben con cierta violencia por el paso del tiempo… De las cosas que más he disfrutado de hacer una serie por primera vez, ha sido la de diseñar estas elipsis que pudieran resultar naturales. Como espectadores asumimos muy bien que termina un capítulo y el siguiente puede empezar transcurrido un tiempo. Sentía que cuando llegamos a la decisión que va a tomar Jon en ese capítulo, el espectador intuye cuál va ser su decisión por lo que ya se ha contado en el anterior episodio. No sentía que el conflicto o el dilema estuviera en ese lapso de tiempo entre la escena de Íñigo con sus hijos y el inicio del juicio. Podría haber sido la descripción de una carrera de obstáculos de preparación al juicio, pero el dilema emocional judicial, ético y familiar que me interesaba no estaba en ese arco temporal que abarca la elipsis. He sido muy libre para sortear esos aspectos ya explicados y saltar a ese momento donde los personajes tienen que contarse en el contexto judicial.
Hay también un diálogo intergeneracional entre los hijos de Miren y la herencia inconsciente e invisible de las violencias familiares. ¿Se pude decir que en esas complejas dinámicas hay por su parte una mirada conciliadora y luminosa a pesar del dolor? Sí, la había. Más allá de la sentencia judicial y el valor que eso puede tener, me interesaba explorar a un nivel emocional dónde está la sanación y la reparación. Siempre nos planteamos que el personaje de Miren tuviera dos chicos, porque ya hay muchos puntos de vista femeninos en la serie (la hermana de Íñigo, la pareja de Aitor, la abogada) y pensaba que sería más interesante que fueran dos chicos, pero distintos entre ellos. Con sensibilidades distintas, a nivel vital también y con diferentes sistemas de valores. Quería explorar ese viaje narrativo con esos dos personajes de los hijos y mostrar cómo lidiaban con ese proceso. Y así vemos lo complejo que es romper con un padre o una madre y si eso es posible, además de poder ver a Aitor en ese precipicio a punto de cruzar líneas o límites.
Otra capa de lectura en Querer es el retrato de una determinada clase social, así como las tradiciones que construyen la institución familiar… La violencia de género y la violencia sexual es transversal, no existe un único perfil de víctima. Era muy interesante ubicar a esos cuatro personajes en una determinada clase social, por lo que implica también de cierto prestigio social, pues podría costarnos más pensar que en ese contexto pasen estas cosas. Era interesante esa situación de desigualdad en la que se situaba Miren, que siempre se tiene que dar para que se produzca una situación de abuso. Era una forma de poder desmitificar esos discursos sobre la familia de “nos protegemos, nos cuidamos” o “los trapos sucios se lavan en casa”, “puedes decir lo que sea pero esto se queda en casa”, “padre solo tienes uno”… Esos discursos que contribuyen a que se tapen situaciones terribles como un maltrato o una violencia sexual. En los personajes como el que representa Íñigo vemos esta doble cara, de gente que tiene una imagen social increíble, de prestigio, de encanto y luego en casa tiene otra muy distinta. Me interesaba en este caso cuáles son los elementos estructurales, los patrones que se repiten, pues nos está diciendo dónde está lo que no es casual. Y en los entornos de clase social media-alta esa doble cara era un patrón que encontrábamos en nuestras investigaciones.
Hay un detalle que en Querer se muestra con nitidez, y son las contradicciones que el apego ambivalente-resistente genera en las víctimas de maltrato… Es lo que más nos han preguntado con solo leer la sinopsis: “¿Por qué no ha denunciado antes?”
Este doble movimiento de sumisión y huida se evidencia en el inicio, cuando Miren se sienta junto a su agresor y se ofrece a prepararle un plato de lentejas. ¿Cómo trabajó esto con los actores para que fuera comprensible para el espectador? Una de las cosas más inquietantes que descubrimos haciendo improvisaciones con Nagore Aranburu (Miren) y Pedro Casablanc (Íñigo) es que esa sumisión surge del miedo a la arbitrariedad de la violencia, de no saber cuándo se producirá la explosión física o psicológica. Ese estado de alerta genera en ella estar pendiente de él, cuidarlo, no molestarlo. Esa arbitrariedad explica su sometimiento.
Javier Rueda
Entrevista realizada en Madrid, por videollamada,
el 2 de septiembre de 2024.