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EL OJO DE LA TORMENTA (Cahiers du Cinéma España, Especial nº 11, mayo 2010)
Carlos Muguiro

“Al nacer, el ser humano se precipita en un sueño, como un hombre que cae al mar”. Las palabras de Joseph Conrad con las que arranca At Sea (2007) ilustran, como una breve nota en su cuaderno de navegación (las únicas palabras, escritas o dichas, en todo su cine), el empeño que ha ocupado a Peter Hutton en los últimos cuarenta años: filmar instantes del paisaje en los que la percepción se turba y cambia. O, como dice él mismo, llegar a registrar “la inquietante luz del primer día”. Peter Hutton ha recorrido los mares de Islandia a Bangladesh, ha vagado sin rumbo por Nueva York o Lodz, y remontado ríos como el Yangtze, en un viaje obsesivo e interminable hacia “el corazón de las tinieblas”, en su estricta literalidad. Tras cada uno de sus viajes, Hutton regresa al edén americano, al legendario y pintoresco valle del Hudson, convertido desde los años ochenta no sólo en su hogar, sino en laboratorio de luces y sombras y motivo recurrente de sus paisajes, más incluso que las calles de Milwaukee o Spiral Jetty para su amigo James Benning. De esta experiencia errante, de salidas al mundo y regresos al edén, el cineasta-marino guarda un puñado de imágenes, apenas unos pocos minutos de película con los que ha conformado una obra de sinfonías urbanas, retratos y estudios en torno a la experiencia de lo sublime. Una obra que, como otras del cine contemporáneo, restaura el engarce del cine con tradiciones no cinematográficas (incluso precinematográficas), en su caso, las del paisaje estadounidense
del siglo XIX.

El comienzo de su carrera coincide con el auge del cine experimental en California en los años sesenta, que vivió desde las aulas del San Francisco Arts Institute, pero suele decir que su verdadera escuela cinematográfica fue el mar, trabajando como marino mercante, entre 1964 y 1974, precisamente para pagarse los estudios de arte.

En el mar aprendí a mirar de otra manera. Los marinos dependen mucho de su agudeza visual para estudiar el tiempo atmosférico, la textura del mar y entender las corrientes y el ritmo del mar en sí mismo. Leí en algún sitio que, cuando navegaban en el Pacífico, los polinesios pasaban horas mirando las nubes en el horizonte y, si apreciaban un hilo de color verde en la parte inferior, deducían que la nube estaba sobre una isla, mucho antes de que la isla fuera visible. Yo me quedaba muchas noches en cubierta, mirando a ver si descubría alguna luz en el horizonte. Noche tras noche. Al final, los ojos comienzan a ver cosas que no imaginaba que pudieran ser visibles: el reflejo de las estrellas en cubierta, la exposición del plancton fosforescente sobre la superficie del barco… Al insistir, las cosas se hacían visibles. ¡Todo era tan bello y misterioso…!

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Esta búsqueda de la noche y de la oscuridad, reforzada también por el uso del blanco y negro en buena parte de sus películas, recorre toda su obra.

El mar es puro asombro visual, pero lo que uno no olvida nunca es la noche y la lentitud de los barcos: ambas cambian la percepción del tiempo. Atravesar una tormenta a la lentitud de un carguero es una experiencia asombrosa. Recuerdo un día, navegando en el Índico hacia el golfo Pérsico, a la altura de Sri Lanka. Estaba, como otras muchas veces, de pie en la proa. Era una noche tibia, con luna. Empecé a sentir frío, el mar comenzó a inquietarse levemente y reparé en que la luna había desaparecido. Empezó a llover, mientras la noche seguía oscureciéndose. Era como si estuviéramos navegando en un mar de tinta. Hasta ese día, nunca había reparado en que pudiera haber esa gradación de oscuridad en las tinieblas, que hubiera tantos niveles de negro. Ese viaje a través de una tormenta fue uno de los eventos visualmente más estimulantes de mi vida. En todo caso, la tiniebla es muy difícil de filmar. Luego están los límites de la imagen, de lo visible. Por ejemplo, me gusta comenzar y terminar los planos con negro, como si fuera un lento parpadeo. La escalera negra que hay entre los planos en mis películas cumple el propósito tanto de separar individualmente cada plano como de enjuagar los ojos para olvidar la imagen anterior. Muchos años después de ponerlo en práctica me di cuenta de que ese nervio negro cumplía el efecto de pasar página en un libro, y seguramente guardaba conexión con mi fascinación infantil por el álbum de fotografías tomadas por mi padre en los años treinta, cuando trabajó como marino mercante. De niño estuve hechizado por aquel álbum. Era negro con páginas negras que enmarcaban imágenes que a mí me parecían maravillosas… Volviendo a la cuestión, creo que la experiencia de la distinta velocidad del tiempo es también algo que debo al mar. Cuando estás en medio del océano, navegando sin nada en el horizonte, el tiempo no existe. Es como estar fuera de su control, cualquier cosa que ocurra puede pertenecer al pasado o al futuro. De hecho, una tormenta puede empujar al barco en sentido inverso al de la navegación. At Sea, por ejemplo, es un viaje hacia atrás en el tiempo: la película comienza en el futuro y termina en un tiempo sin tiempo, preindustrial.

A su padre también le debe el descubrimiento de Jacques Tati, a través del cineclub que regentó en Detroit. Es interesante que también James Benning reconozca la  influencia del director francés.

Nadie como Tati ha sido capaz de articular los elementos sonoros y visuales más sutiles de la vida y articularlos como lenguaje cinematográfico: los reflejos en las ventanas, los quejidos cómicos de las puertas, eventos cotidianos que se convierten en misteriosos, su manera de entrar en relación con el entorno, con el paisaje: quiero recordar que en los años sesenta yo estaba muy interesado en la performance  Sus películas me hicieron ver, por primera vez en mi vida, que el cine era una forma de arte equiparable a la pintura o a la escultura.

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Landscape (for Manon) es una película importante en su carrera, no sólo porque fue la primera que rodó en el valle del río Hudson, sino porque desarrolla plenamente la idea de atrapar el aspecto más remoto y atemporal del paisaje y condensarlo en unos pocos metros de película, como un paisaje en miniatura.

Quería hacer una película para mi hija Manon que fuera misteriosa y bella. Y, de hecho, el plano inicial del tren corresponde a un tren en miniatura que filmé en una exposición de arte en Brooklyn Armory. Me gusta filmar imágenes que creen ambigüedad respecto a su escala. Antes de hacer películas era escultor y durante años mantuve el hábito de construir maquetas con cajas de plexiglás. Adoro, por ejemplo, las maquetas de las películas de Hollywood, y de hecho estoy trabajando en un proyecto sobre pequeños barcos en el mar que generen una sensación de ambigüedad espacial como si se tratase de una animación. La última vez que atravesé el Atlántico, filmando At Sea, cuando llegamos al mar del Norte pasé horas en el puente mirando a los barcos con los prismáticos. La simplicidad visual de los barcos en la distancia les hacía aparecer como si fueran dibujos de niños. Los prismáticos achataban el espacio como en los cuadros de Morandi. Hay algo interesante ahí que algún día espero capturar.

Hay una obsesión, reconocible en toda su obra, de hacer imágenes densas, capaces de concentrar la experiencia de lo sublime, entendido en el sentido romántico, en cada plano.

Siento verdadera fascinación por las posibilidades del plano único, de la toma única, que inevitablemente me lleva a pensar en la fragilidad de Lumière. Contrariamente a esta obsesión, cuando comencé a hacer películas, a finales de los sesenta, el ambiente del cine experimental era una absoluta locura por el montaje rápido, la cámara en mano y la saturación de color. En ese tiempo quería ser escultor y venía de estudiar arte en Hawái, donde la mayoría de mis profesores eran asiáticos y me habían abierto los ojos a la cultura oriental y al cine japonés. Así que cuando en San Francisco tuve una cámara entre las manos para filmar las performances y todo aquello, lo que me tentaba era detener la cámara, calmarla, y encontrar el cine a partir de sus limitaciones. Y luego, al usar una Bolex, vi que la propia herramienta me imponía sus límites de manera natural.

¿Y cómo se produce ese encuentro del que habla, entre su cámara y el mundo, en el que usted filma una imagen?

Siempre llevo la cámara conmigo. Sólo cuando he realizado películas a partir de una propuesta temática he dejado ocasionalmente la cámara para buscar localizaciones. El único problema es que la Arri-S con la que trabajo ahora pesa bastante. Provengo de una tradición en la que uno se levantaba todas las mañanas a trabajar en el estudio y tenía contacto diario con la cámara. Pero el cine se ha convertido hoy día en algo tan conceptual… Las ideas condicionan todo el proceso.  Mi relación con el cine vino por el gozo de filmar. Cuanto más ruedas, más hermosa, fluida e instintiva es esa experiencia. Durante los muchos años que rodé con película TriX reversible llegué a familiarizarme tanto con el material que no necesitaba fotómetro, podía responder rápidamente a la imagen. De este choque entre la espontaneidad de las imágenes que aparecen y mi reacción contemplativa nacen las películas: en el fondo, una historia de amor del cine como registro, de cómo hacer imágenes de lo que uno tiene ante los ojos.

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Scott MacDonald ha escrito que sus películas “crean un silencio análogo” a los cuadros de Brace’s Rock de Fitz Hugo Lane, uno de los máximos representantes de la escuela paisajista del valle del río Hudson del siglo XIX, los llamados iluministas. Su cine no tiene sonido acústico, se proyecta en silencio, de ahí que esta referencia al sonido visual se antoja sugerente. Me gustaría que abundara un poco en su idea del silencio en el cine.

Es un reto hacer películas silentes, particularmente en la edad del iPod… El silencio fuerza al espectador a explorar la imagen con más atención. Además, mucho de lo que filmo está también detenido en el mundo. Cuando empecé a filmar era muy habitual usar música contemporánea en las películas: The Grateful Dead, música india, incluso The Beatles…  en fin, odio esta clase de música en las películas. Pero el problema es que no hay música que no funcione con el cine, todas casan con la imagen y eso es sospechoso, ¿no? No me malinterprete, realmente trabajo con música, sólo que luego no se oye en la sala: con frecuencia conforme voy proyectando los brutos pongo Morton Feldman. Y luego hay ciertas obsesiones. La referencia del cine silente, por ejemplo, que sigue siendo como un mito perdido en el tiempo. Y John Cage, una figura fascinante. Una vez le vi de pie bajo un árbol del campus del Bard Collage y corrí hacia él. “Usted es John Cage, ¿no? ¿Qué está haciendo aquí?”. “Estoy en plena actuación”, me dijo. Me disculpé y me marché de allí todo lo deprisa que pude. Fue como una especie de aparición.

Su vinculación con los iluministas, mencionada por MacDonald y otros autores como Adams Sitney, llega incluso hasta un punto biográfico: desde los ochenta vive y filma regularmente en el valle del río Hudson.

Tuve la inmensa suerte de que a mediados de los años ochenta me ofrecieran ser profesor en el Bard College, que está situado en el valle del río Hudson, el escenario preferido de los iluministas, una de las tradiciones pictóricas más importantes de EE UU. Es una zona del estado de Nueva York de una belleza increíble,  y en la que las conexiones con el XIX siguen vivas en muchos aspectos, particularmente en el paisaje, pero no sólo en él. Y eso es importante para mí, porque siempre intento retrotraer al espectador en el tiempo, generarle un estado de misterio atemporal, como del principio de los tiempos, omitiendo los signos y los símbolos del paisaje contemporáneo. Como se ve, no estoy precisamente en la vanguardia, sino en la retaguardia…

Pero su cine suscita debates tremendamente actuales, como, por ejemplo, la cuestión de cómo ver o cómo relacionarse con sus películas. Son obras cerradas y autónomas que pueden contemplarse a la manera tradicional; pero juntas constituyen también una única obra abierta y en proceso, cuyo tiempo coincide con el de su vida.

No pienso en mi trabajo como una acumulación de películas aisladas, sino como un cuaderno de notas sobre mi vida, nada más. En mi Bolex llevaba una placa con el eslogan de Star Films, la compañía de George y Gaston Méliès que resume esta idea de vagar por el mundo filmando lo asombroso: “El mundo entero a tu alcance”. Eso es: buscar afuera, no en la cabeza, buscar en las imágenes, también en la fase de posproducción. La estructura de mis obras surge de mirar de nuevo el material, una y otra vez, conforme proyecto las copias de trabajo. Raramente trabajo con una guía preconcebida, sino que espero que vaya surgiendo de las propias imágenes. A veces sigo alguna estrategia formal, secuencias basadas en aspectos compositivos, por ejemplo, pero el montaje es un proceso intuitivo. Y conforme más me gusta el montaje, más me seduce
la idea de dejar que el espectador monte  la película por mí.

Es inevitable que le pregunte por la decisión de su amigo James Benning de pasarse al vídeo HD.

James es un matemático y yo, como se ha dicho antes, un pintor romántico que siempre ha odiado las matemáticas. Quizá ahí está la respuesta: ahora que mi amigo JB ha tomado la droga digital, yo seguiré con el cine. Estoy preparando una película en 35 mm sobre tres paisajes que aparentemente no casan de ninguna manera: África, Cuba y Detroit, donde nací. La muerte del cine va a tener lugar en la posproducción, en el trabajo de los laboratorios, y quiero estar ahí para verlo, es una aventura que no quiero perderme. 

Declaraciones recogidas por cuestionario
en abril de 2010