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Àngel Quintana.

Si tuviéramos que etiquetar las películas que Manoel de Oliveira realiza entre 1931 (Douro, Faina Fluvial) y 1963 (Acto da Primavera) deberíamos hablar de cine documental, con la excepción de esa magnífica obra proto-neorrealista llamada Aniki-Bóbó (1942), en la que lo real no cesa de ser conducido hacia el misterio de lo féerico. Durante estos años, Oliveira rueda esporádicamente diferentes documentales que se sitúan entre el cine antropológico o el cine inspirado en el mundo de la pintura. En 1963 se sitúa, de repente, frente a la representación popular de un auto sacramental del siglo XVI que se desarrolla cada Semana Santa en el pueblo de Carlho. Los intérpretes de la función son los habitantes del lugar. En Acto da Primavera (como Jean Renoir en Le Tournoi, 1927), la cámara de Oliveira empieza proponiéndose documentar una representación, pero a medida que la está documentado se da cuenta de que la filmación de una realidad convertida en teatro pone en crisis lo documental y hace estallar una cierta hegemonía de la ficción. Oliveira filma una pasión ancestral de Semana Santa y, al hacerlo, su cine choca contra las formas populares de representación, y también con los viejos sistemas de dicción amateur de un texto que el cine profesional ha convertido en obsoletas. Al acercase a la pasión descubre la inocencia de cierta idea de puesta en escena que la transmisión de generación a generación ha convertido en tradición.

Acto da Primavera fue para Oliveira un viaje al principio de la representación, su incursión en un teatro vital que creó algunos de los elementos claves de un estilo cinematográfico cuyo epicentro no volvió a girar jamás en torno a la tensión entre documental y ficción, sino hacia la tensión existente entre el teatro y la narración. El cine impuro de Oliveira estalla como un cine marcadamente moderno, en el que la teatralidad del mundo es eclipsada por la teatralidad del cine, y en el que el descubrimiento del artificio pasa por privilegiar los recursos representativos, promoviendo el gusto por la palabra y la dilatación temporal de la escena.

En los años setenta, en el tramo germinal integrado por Amor de Perdiçao (1978) y Francisca (1981), Oliveira decide adaptar los textos literarios de Camilo Castelo Branco y Agustina Bessa-Luís, respectivamente, a partir de un curioso procedimiento de puesta en tensión de la voz del narrador con la escena. La voz destaca el valor de la palabra literaria. La cámara estática filma la escena a partir de una serie de tableaux vivants, mientras los actores se muevan de forma hierática, como si fueran fantasmas atrapados en un mundo espectral. Oliveira parece acercase a los principios establecidos en el desprestigiado film d’art, surgido en la segunda década del siglo pasado, para acabar dilatando el relato hasta convertirlo en un sofisticado juego interpretativo. Parece como si, de repente, el cineasta hubiera encontrado las bases de un método en el que la dialéctica entre teatro y novela (mímesis y diégesis) apareciera reelaborada hacia la búsqueda de una fusión entre las artes que debía conducir hacia una especie de fusión total. El propio Oliveira lo especificó de este modo: “No definamos mi cine como teatro, sino como representación. Si hablamos de teatro acabaremos excesivamente connotados por la escena; en cambio, si hablamos de representación, estaremos cerca de un misterio que no pasa únicamente por el teatro, sino también por la música, la danza, la palabra… es decir, por diferentes sistemas de representación” 1.

Este deseo de fusión de caminos diferentes llega al límite en algunas de sus obras clave de los años ochenta. En las casi siete horas de duración de Le Soulier de satin (1985), adaptación del poema dramático de Paul Claudel, Oliveira parece sustituir el film d’art por la inocencia fantasiosa del cine de Georges Méliès. No cesa de mezclar el primitivismo fílmico con algunas referencias que desembocan en el teatro moderno, de Luigi Pirandello hasta Jean-Paul Sartre. En Los caníbales (1988), el canto y el artificio escenográfico operístico, de extracción burguesa, son puestos en entredicho mediante un humor iconoclasta que acaba desembocando en el ateísmo buñueliano. La ópera supone un exceso de representación, pero, a diferencia de los filmes-ópera que Daniel Toscan du Plantier realizaba en aquellos mismos años, Oliveira construye un artefacto que interroga al cine como arte impuro, como contenedor de las demás artes. Oliveira llega a insertar su cine en la modernidad, mientras refuerza la idea de búsqueda y exploración de un cine del artificio. El documentalista de los primeros años se eclipsa, definitivamente, para dar paso a un cineasta preocupado en buscar de qué modo el universo de la ficción, con sus leyes de la verosimilitud, funciona como un universo frágil, que puede ser puesto en crisis fácilmente mediante el acto de mostrar el artificio, mediante el desvelamiento de la propia materia cinematográfica: su representación.

Si observamos todo el cine que Oliveira realiza a partir del momento germinal de los años ochenta, veremos que en todas sus películas-clave, la representación se bifurca hacia múltiples direcciones que pasan, entre otras, por la reescritura (El valle Abraham, 1993; Belle toujours, 2006), la representación de la historia como derrota a partir de varios tableaux vivants (Non, ou A Vã Glória de Mandar, 1990), la búsqueda de lo mítico (El convento, 1995; Inquietud, 1998) o la puesta en escena didáctica de la palabra (Palabra y utopía, 2000).

(1) Yann Lardeau, Philippe Tancelin y Jacques Parsi, Entretien. París: Dis Voir. 1988, p. 87