El lenguaje de los espacios y del silencio
Jara Yáñez
Apenas un año después de estrenar su primer largo de ficción, Las olas, Alberto Morais se encuentra ya en plena fase de montaje (mano a mano con su colaborador habitual en esta tarea, Manel Barreres) de su siguiente proyecto: Los chicos del puerto. Se trata de nuevo de una ficción y con ella busca narrar la historia de un chaval desescolarizado del barrio de Nazaret (una zona degradada del extrarradio de Valencia) que emprende un viaje, junto a otros dos niños, con el encargo de su abuelo de llevarle una chaqueta militar a un amigo. Los chicos del puerto sigue además, en palabras del propio Morais, “una evolución natural con respecto a mis dos largos anteriores y establece con ellos numerosos ecos formales y narrativos”. Después de cuatro semanas de rodaje (que tuvieron su punto final el pasado 3 de septiembre), para hablar de todo esto, de su concepción del proceso creativo y de algo más, Morais acoge a Caimán CdC, generoso y hospitalario, en su propia casa.
¿De dónde vienen y a dónde van estos ‘chicos del puerto’?
Pues en origen se trataba de un proyecto, anterior a Las olas, que nació como documental, que pretendía realizar en régimen de cooperativa y con el que quería trabajar sobre mi padre. Pero por el camino la cosa cambió. Mi padre era médico en el barrio de Nazaret y hacía allí un trabajo social. Me interesaba reflexionar sobre el legado de su lucha. Porque pertenecía a una generación que peleó por el fin de un régimen y por una transición que, quizás, no fue como pensaba y que ahora sabemos con certeza que se gestó con malas hechuras y mal encaje general. Quería hablar de esa generación que deja de tener sentido político y que, cuando no sabe qué hacer, se mete en asuntos sociales. Entonces me fui a trabajar a Nazaret para escribir un documental que iba a recorrer también otros barrios y que giraría en torno a estas cuestiones. Estando allí, sin embargo, surgió la historia de Los chicos del puerto y el documental perdió su sentido.
Según su sinopsis, se trata, como en sus dos largometrajes anteriores (Un lugar en el cine y Las olas), de una película de tránsito, de desplazamientos, de viaje…
Efectivamente, es una película de viaje por su propia naturaleza (se trata de un film de niños silenciosos que vagan por la ciudad), pero también porque entiendo el cine como un proceso de búsqueda constante, como una investigación, una aventura, una incertidumbre. Además, es una película de viaje porque me interesa especialmente trabajar sobre el lenguaje de los lugares: hacer hablar a los espacios y convertirlos en un personaje más de la historia. Un protagonista más, que converje necesariamente con los actores. Y esto me funciona a través de los silencios y del caminar, del movimiento, del viaje. Es algo que, efectivamente, ya estaba en mis películas anteriores y que trabajo de una manera similar a como lo hizo Claude Lanzmann en Shoah (1985).
¿Cuáles son esos lugares, esos espacios que coprotagonizan el film?
Los niños inician su divagar desde el barrio de Nazaret, que está literalmente aislado por un muro que lo separa del puerto, y que me sirve para enfatizar la idea del encierro que tiene una importancia capital en el film. Luego pasan por el centro de la ciudad y terminan su recorrido en un barrio de extrarradio al otro lado. Un recorrido con el que he querido filmar una Valencia que no se muestra en las lecturas oficiales, una Valencia de periferia, de carreteras y autopistas, de vías de tren, de márgenes y de trayecto. Un cambio geográfico constante que, además, acompaña el cambio de los personajes en su viaje. A través de los espacios la película narra también el abandono estructural de un barrio y la historia de unos niños, también abandonados, que son invisibles para la sociedad en general y para los adultos en particular. De hecho, los tres chavales están juntos por no estar solos y conforman un pequeño núcleo familiar, basado en la amistad, que nace también de la solidaridad entre ellos.
¿Cómo se planteó y se desarrolló el trabajo con los niños?
Primero fue un intenso trabajo de casting. Como Pasolini, buscaba un niño que no fuera actor y, como es una película de muy pocos diálogos, era necesario que el protagonista se comunicara con la mirada y con el cuerpo. Lo importante era ‘encontrar’ a los personajes que buscábamos, no ‘convertirlos’ para que se ajustaran a nuestra idea. Omar, el protagonista, que además vive en Nazaret, se nos coló desde el principio. Es despierto y desgarbado, y parece que su cabeza va por un lado mientras su cuerpo va por otro. Además, en su vida real es un chaval solitario y tiene un mundo personal muy amplio y creativo. Con él y con los otros dos chavales quería trabajar a la manera de Kiarostami: buscando construir pequeños relatos exentos de grandes tramas que revelasen una belleza casi documental. Me interesaba documentar lo real a través de la ficción y no tanto trabajar la psicologización de los personajes. Por otra parte, el hecho de que los protagonistas fueran niños ha hecho que me tuviera que acercar mucho más a los rostros de lo que he hecho nunca. Porque si el personaje de Las olas, aún desprovisto de psicología, remitía a un trasunto histórico, hablaba sobre una generación, en Los chicos del puerto los niños son solo presente, no tienen historia, y había que jugar de forma distinta con ellos en lo que a planos y encuadres se refiere.
Esta manera de plantear el tratamiento formal, ¿ha afectado también a otros aspectos del film?
Efectivamente. En Las olas había una búsqueda del encuadre casi pictórica. Aquí, aún existiendo en cierta medida, desaparece merced al trabajo con los chavales. Esto ha hecho posible, por ejemplo, que se plantease una secuencia de free style –algo que nunca había hecho– en la que el chaval juega a la pelota. Una secuencia que, además, tiene un eco con otra película de niños que me encanta que es Nadie sabe. Hirokazu Kore-eda es otro director que trabaja muy bien con los niños y que no hace tampoco una propuesta enfática sino fáctica: los niños tienen hambre, necesitan cosas… Me interesan esas historias que son ficciones trabajadas con niños que no son actores y que vinculan lo real con un gran dispositivo narrativo de ficción a través de una gran estilización. Para todo ello aquí he tenido que trabajar, por primera vez en mi vida, con teleobjetivos de 140 mm, 185 mm o 85 mm (antes siempre me movía en un arco que iba del 24 mm al 32 mm o un 40 mm, como mucho). Y aunque sigo los mismos parámetros generales que en las dos películas anteriores, todo esto ha supuesto para mí un salto al vacío óptico de vértigo…
¿Ésta ha sido además la primera vez que rueda en digital?
Yo era un purista del 35 mm, pero aquí he tenido que rodar por primera vez en digital y eso ha afectado también a determinadas cuestiones formales. Rodamos con la cámara Arri Alexa, que está muy bien, pero que tiene un elemento de movimiento, que tiene que ver con la obturación (muy diferente de la obturación mecánica), un cierto efecto strobo en el movimiento horizontal de las panoramicas, que para mí desnaturalizaba algunas cosas y con el que hemos tenido que pelear.
¿Qué más hay de nuevo en este proyecto respecto a los anteriores?
Estoy pensando en incluir por primera vez música extradiegética. Y lo quiero trabajar en la línea de las colisiones que proponía Pasolini entre alta cultura y un universo más lumpen, gracias a la música de Mozart o Bach, en películas como El Evangelio según San Mateo o Accatone. Una colisión que otorga a los espacios una belleza nueva y para la que estoy pensando, en concreto, en la Sonata número 11 de Mozart, que tiene fragmentos muy infantiles y muy melancólicos a la vez. Por lo demás, y en relación a otro de los aspectos que son centrales en mi manera de trabajar, siempre planteo una paleta de colores muy estricta que afecta a decorados y vestuario. Y aunque se trata de nuevo de un film en tonos grises, grises azulados y grises amarronados, como en Las olas, había aquí una menor capacidad de intervención en los espacios, también por una cuestión de presupuesto, que ha limitado un poco este elemento.
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