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Imma Merino.

Pensando en Abbas Kiarostami, Alain Bergala ha escrito que un autor cinematográfico puede ser un cineasta que, más que imponer sus imágenes obsesivas a su obra, acaba por encontrar sus imágenes obsesionantes en el mundo, incluso sin haberlas buscado, como si recibiese un regalo de lo real. Esta definición de autoría le va como anillo al dedo a Agnès Varda. Hace sesenta años fotografió una patata con forma de corazón que había dejado pudrir y germinar. Mucho tiempo después, mientras filmaba personas que recogían patatas abandonadas en un campo, Varda encontró a alguien que le mostró patatas con forma de corazón. Allí mismo realizó el ejercicio de filmar una mano sosteniendo una patata con una pequeña cámara sujetada con la otra mano. Recogió más patatas con la misma forma, las llevó a su casa para registrar los efectos del paso del tiempo en ellas e integró las imágenes en Los espigadores y la espigadora (2000), ese documental que, haciéndose más actual cada día que pasa al mostrar hombres y mujeres que recogen lo que otros desechan o abandonan, revalorizó a la cineasta y hasta hizo que fuera descubierta por muchos.

Pero no solo es un asunto de patatas. Más de cuarenta años antes de Los espigadores y la espigadora, en el corto L’Opéra-Mouffe (1958), Agnès Varda ya manifestó su sensibilidad social retratando a personas en estado de fragilidad y carencia (indigentes, alcohólicos, viejos desahuciados) que para sobrevivir quizás buscaban restos en el mercado o en las basuras. Además, esta película sin diálogos, un homenaje al cine silente y particularmente a sus vanguardias, contiene unos cuartetos cantados (con música de Georges Delerue) que acaban con un posible título alternativo a Los espigadores y la espigadora: “Entre la pourriture et la vie” (Entre la podredumbre y la vida). Pasados más de veinte años, empezando la década de los ochenta, Varda vivía en Los Ángeles, donde ya había habitado a finales de los sesenta: siempre sensible a los aires del tiempo histórico, entonces realizó en San Francisco un corto documental sobre la lucha de los Black Panthers (1968) y una ficción excéntrica en Hollywood, Lions Love (1969), que define como su película hippie, teniendo como interpretes de sí mismos a Viva, la musa de Andy Warhol, y a los creadores del musical Hair. En su segunda estancia en Los Ángeles filmó para el documental Mur murs (1980) las pinturas murales extendidas en las paredes de la ciudad, y también la intimista Documenteur (1980-1981), un título muy significativo para una ficción ambigua que, mediante el personaje de una mujer recién separada, interpretada por la montadora Sabine Mamou, quizás documente el estado de extrañeza y melancolía de la propia cineasta en ese período. El caso es que, a propósito de ambos filmes, la cineasta escribió unas notas que, parcialmente reproducidas en su fantástico libro Varda por Agnès (1994), contienen este revelador fragmento que apunta los temas (y las imágenes) desarrollados en Los espigadores y la espigadora: “El problema de los residuos del consumo es complejo: basuras, desechos, objetos tirados, usados o no, descartes de fabricación. Pero hemos encontrado muebles encantadores en las calles. Reutilizo un canapé, esto retarda su muerte. Filmo murales efímeros, así lo serán un poco menos”. Ciertamente, Varda recogió un canapé en la calle y lo puso en escena en Documenteur. En esta misma película una mujer, filmada azarosamente mientras la cineasta vagaba por Los Ángeles con la operadora Nurith Aviv recogiendo imágenes, hurga en la arena de la playa de Venice como si buscara algo.

Cuando Agnès Varda volvió a Francia rodó Sin techo ni ley (1984), una película memorable y sumamente inquietante sobre una joven vagabunda llamada Mona que podría formar parte del documental sobre el espigueo contemporáneo. Se trata de una ficción injertada con procedimientos del documental, desarrollándose como una investigación sobre la vagabunda, que aparece muerta al principio del film, recogiendo el testimonio de personajes que, en parte, se construyen a partir de las circunstancias reales de sus intérpretes. Cada personaje da su visión de Mona aportando una pieza a lo que Varda ha definido como un puzle que no puede completarse, ya que el ‘otro’ siempre se escapa y no se acaba de comprender nunca: esa vagabunda representa la ‘otredad’, un enigma que incluso lo es para la creadora del personaje. Afirmando que no lo sabe todo de Mona, ni tampoco de cualquier otro personaje o de una persona a la que haya filmado, Varda se presenta como una autora sin certezas.

Por otra parte, el concepto del puzle da cuenta de la estructura narrativa fragmentaria de Sin techo ni ley. Esta estructura no es ajena a otras películas de la cineasta. En Jane B. par Agnès V. (1986-1987), el retrato imaginario de Jane Birkin se trocea en una multiplicidad de situaciones en las cuales la actriz encarna diversos personajes/disfraces que, más que revelarla, parecen esconderla al mismo tiempo que autorretratan a la cineasta expresando su imaginario. También da la impresión de que Los espigadores y la espigadora está construida con pequeños fragmentos equivalentes a las piezas de un puzle extendidas en la temporalidad de la película. Es el mismo caso del film autobiográfico Les Plages d’Agnès (2008), en el que la memoria de la propia vida, siempre relacionada con el tiempo histórico, no se sigue de manera lineal, sino que se construye a trozos en la discontinuidad, mientras Varda utiliza, además, fragmentos de sus películas. Este film es, al mismo tiempo, un compendio de los recursos habituales de la cineasta: el collage, el espigueo, el reciclaje y hasta el bricolaje, el cuadro que se abre dentro del encuadre ensanchando el significado, la voz narrativa que se hace confidencial, los paréntesis y las digresiones.

En relación con Sin techo sin ley ha quedado apuntada una dualidad entre realidad y representación que, pudiéndose establecer también entre naturalidad y artificio, o entre verdad y mentira, se extiende a prácticamente toda la filmografía de una cineasta que, alternando la ficción y el documental, de hecho pone en cuestión tal distinción desbordando limites y convenciones e inventando sus propias reglas cinematográficas. Ya lo hizo en La Pointe-courte, con el que en 1954, años antes de la eclosión de la Nouvelle Vague y anticipándose a ella, se aventuró a hacer cine sin tener ninguna experiencia, ni siquiera un bagaje cinéfilo: siempre ha sido una mujer libre e intrépida. Rodada en un barrio de pescadores de Sete, la película documenta esa realidad y contiene, a la vez, una dramatización distanciada de una pareja en crisis: lo real y lo ficticio se alternan mientras las imágenes revelan la influencia en Varda de la fotografía, que ejerció profesionalmente, y también de la pintura.

En un artículo de 1982 publicado en el diario Liberation y escrito a propósito de Mur murs y Documenteur, Serge Daney advertía ya que la mezcla de documental y ficción es consustancial al cine desde sus orígenes. Pero en ese texto Daney hace una distinción muy sugerente entre documental y documento: un documental siempre lo es sobre una cosa; un documento informa sobre el estado de la materia filmada y, a la vez, sobre el estado del cuerpo que filma. Lo uno con lo otro. Varda está entre los que tienden a aportar ‘documentos’. Los espigadores y la espigadora informa sobre el estado de las materias filmadas y, a la vez, sobre el cuerpo en la vejez de quién los filma: lo uno tiene relación con lo otro. Pero ya en L’Opéra-Mouffe, allí en tensión y hasta en contradicción, estaba la realidad desesperada de los cuerpos destrozados que la habitan y el imaginario –entre la esperanza y la angustia– de la mujer que los filmó mientras su cuerpo vivía la experiencia del embarazo.

Agnès Varda considera L’Opéra-Mouffe como la muestra inicial del documentalismo subjetivo que siempre ha practicado. En ella no hay los comentarios escritos y dichos por la propia cineasta que, dejando un trazo carnal con su voz, caracterizan sus documentales, aunque aparecen también en algunas de sus ficciones, pero ya está la subjetividad que ha ido desplegando a lo largo del tiempo. Una subjetividad que pretende testimoniar lo real, pero que deja fluir la imaginación y pone en escena sus rêveries sin ensimismarse, manteniéndose atenta y receptiva a los otros. Una subjetividad solidaria, pero nunca paternalista, con los marginados. Una subjetividad que se manifiesta explícitamente con un propósito de honestidad capaz de hacer ver que muestra las cosas y los seres desde un lugar, que es un cuerpo, una mirada, una experiencia vivida. Una subjetividad de quien se autorretrata a través de los otros y de quien habla de los otros autorretratándose. Una subjetividad que, más que mostrar y, en cualquier caso, sin querer demostrar, da a ver y quizás hace ver de otra manera. Una subjetividad sensible a lo extraordinario de la cotidianidad y capaz, por ello, de revelar su poética. Una subjetividad que se plantea otras maneras de representar el cuerpo de la mujer. Una subjetividad que se afirmó a través de la protagonista de Cléo de 5 a 7 (1961) en el momento en que Cléo, tras ser objeto de las miradas de otros, empieza a caminar por París como un sujeto que mira: la actitud de Cléo representa la de una mujer cineasta con mirada propia.

Artículo publicado originalmente en el suplemento que acompañaba a Caimán CdC nº 10 (61), en noviembre de 2012