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Editorial Septiembre 2013.

Carlos F. Heredero.

Lo más descorazonador sería pensar que hemos perdido tres años. Recuerden lo que decíamos en septiembre de 2010 (Cahiers-España, nº 37). Allí celebrábamos ese “gesto de rebeldía” (Carlos Losilla dixit) que creíamos ver en los valiosos trabajos de José Luis Guerin, José María de Orbe, Isaki Lacuesta, Agustí Villaronga, Judith Colell, Jordi Cadena, Elena Trapé, Daniel Villamediana y Lluís Galter, seleccionados por varios festivales internacionales. Nos parecía que, en medio de “un período de precariedad económica y desconcierto institucional” (¡ya entonces…!), los citados creadores optaban por “explorar con libertad aquellos territorios que sus mayores desprecian” y se lanzaban con radicalidad “a esas aventuras que otro contexto de mayor consolidación industrial y académica quizás no hubiera permitido”. Nos parecía que allí se estaba incubando “un diverso y poliédrico abanico de opciones que exploran los márgenes más inseguros y estimulantes, las fronteras estéticas y lingüísticas más arriesgadas”.

Lo más esperanzador, por contra, sería pensar que las semillas de aquellos frutos han empezado a germinar en nuevos brotes (verdes o no, qué más da…) y que, como el sol no gira alrededor del cine español –tal y como parece entender la industria tradicional más acomodaticia, que sigue instalada en la misma superstición defendida por la Iglesia de Roma en los tiempos de Galileo– lo más probable es que sea el cine español –o, al menos, lo más joven, despierto y vivo de éste– el que gire en múltiples órbitas, y en sintonía con los demás planetas, alrededor del astro que ofrece la luz para buscar nuevos caminos creativos y nuevas alternativas de producción y distribución. De ahí que ahora, tres años después, podamos hablar de un “impulso colectivo” (Losilla again), poliédrico, imaginativo y excéntrico, de vocación exploradora y con voluntad de inscribirse en una cierta comunidad de esfuerzos individuales interconectados entre sí.

Y ahí están Albert Serra y Lois Patiño (triunfadores en Locarno, donde también estuvo Luis López Carrasco), Manuel Martín Cuenca y Fernando Franco (en la competición oficial de San Sebastián), Alberto Morais y Juan Cavestany (en Toronto) y Mar Coll (en Valladolid) como cabeza de puente, en la rentrée del otoño, de una situación en la que programadores, críticos y festivales parecen ponerse de acuerdo en señalar que algo está ocurriendo en el subsuelo del cine español y que merece la pena prestarle atención. Porque ya no son solo prestigiosos certámenes de vanguardia como Rotterdam y Locarno. Ahora también Toronto, San Sebastián y Valladolid –festivales con un radio de acción más amplio– levantan acta de estas vibraciones, a la vez que algunas de sus manifestaciones empiezan a encontrar un eco incipiente en la prensa diaria.

Así que ¡bienvenidos sean premios y reconocimientos! Abramos bien los ojos y abandonemos todo sectarismo. Ni el refugio en el inmovilismo de la vieja industria ni la autocomplacencia en el elitismo de capillita resultarán útiles para comprender lo que está sucediendo. Porque la crisis amenaza con llevarse todo por delante, porque hay que apostar –sin prejuicios– por ese cine español verdaderamente valioso que empieza a dejarse oír, porque todo parece parado y casi muerto, sí, pero eppur si muove