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A Date in Minsk quiere funcionar como dispositivo múltiple, pero cuesta trabajo comprender uno de los discursos que posee. La cinta abre con un prólogo de quince segundos en donde se nos explica que una pareja, Nikita y Olga, decide, tras estar encerrados en una relación tóxica, abusiva y codependiente durante ocho años, interpretar a una versión ficcionalizada de ellos mismos en un film, donde acaban de conocerse y tienen una cita. Dicha cita, una quedada en un bar para una cerveza y jugar al billar, sencilla en su descripción, pero cargada de una enorme cantidad de elementos para diseccionar.

Rodada con cámara en mano y sin cortes, la película inicialmente intenta recrear la torpeza, ansiedad e incomodidad que se vive en una primera cita y, al no llevar un guion, los actores (pareja en la vida real), se permiten fluir con lo que ellos mismos van arrojando a la mesa: gustos en común, background profesional y familiar, pero, especialmente, sus relaciones de pareja. La espontaneidad con la que presentan todo es casi aterradora, pues es inevitable no identificarnos con alguno de los dos personajes, ya que cualquiera ha estado en esa posición. La ausencia de filtros y tratamiento de diálogo permite que esa naturalidad escale a otras dimensiones, dotando de profundidad a sus protagonistas.

Tras una hora insertos en esta dinámica, llega un momento en A Date in Minsk donde se podría dividir perfectamente en dos partes. Uno podría pensar que se trata de la aparición del título, momento justo donde la cinta rompe lo establecido, pero en realidad se trata de minutos después, cuando ambos personajes bajan unas escaleras y la mano de la directora de fotografía, aparece en el barandal. Sin ser spoiler, es un instante que difícilmente podría pasarse por alto pero, ¿por qué está ahí? ¿Es un error del metraje (al que le falta una edición)? ¿O es un momento para recordarnos las intenciones de la cinta? La respuesta llega casi inmediatamente, al ver su sombra. Y es que la fotografía es quizás el talón de Aquiles de la película, pues aunque la finalidad es clara, los constantes movimientos de cámara en un espacio tan reducido, entorpecen la atención para poder sostener la mirada. Pero, ¿por qué ese momento?

A partir de ahí, la cinta se traslada al exterior e inserta, casi con calzador, un discurso político que, si bien ayuda a seguir delineando a sus personajes, paradójicamente, genera una desconexión con el espectador. En esa última media hora, las virtudes que la película había presentado antes, se van diluyendo al querer abarcar una conversación que se siente lejana a lo que se estaba desarrollando, especialmente porque parece haberse planeado que en algún momento tenía que tocarse.

Filmada en tiempo real, A Date in Minsk funciona como experimento y como ejemplo contemporáneo del cinema vérité. Pero quizás cargaría con mejor apreciación de haber sido el debut de un cineasta. En este caso, el director Nikita Lavretski, quien se ha enfocado propiamente en hacer un cine retador como el resto de su filmografía, no logra hacer un balance entre ambas partes de su historia, dejándonos sin apetito para una segunda cita, pero con la sensación de aquella primera cita que pudo ir bien y se nos quedó a medias. Logan Johnson


El espectador presencia nada más y nada menos que una cita que ya ocurrió, una recapitulación del pasado en un intento de arreglar o recomponer algo que ya está destinado al fracaso. Nikita Lavretksi, actor y también director, y Volha Kavaliova, su expareja, se embarcan en una segunda primera cita ficticia en la que, una vez pasados los formalismos, la conversación cada vez avanza más hacia las profundidades hasta tornarse en un discurso reflexivo sobre distintas situaciones, algunas más banales que otras.

El comienzo de A Date in Minsk advierte que estamos a punto de ver de manera ficcionada cómo fue el primer encuentro de dos personas que después de ocho años envueltos en una relación tóxica ya no están juntas. Con el mensaje, los personajes se presentan individualmente, encerrados en dos círculos ante un fondo negro, ni siquiera al principio son ellos mismos, sino lo que aparenta ser un retrato robot que da pie a una fotografía suya, también separada por la circunferencia. En el momento que esta foto es reemplazada por una imagen de ellos en la cita que se va a presenciar, es cuando la película decide ya dejarlos compartir espacio. Ya no están separados en el plano, sino que tienen libertad de movimiento por este mientras se conocen durante una partida de  billar.

El dispositivo es visible en todo momento. Casi noventa minutos de plano secuencia grabados con IPhone en mano en los que el espectador es consciente de que hay una tercera persona con la pareja, grabándolos y dando vueltas a esa mesa de billar con ellos a medida que la partida ya no es el único tira y afloja que se ve, sino que sus diálogos improvisados comienzan a ser partícipes también. Puede que en algún momento, entre rodeos y conversaciones fugaces, se olvide casi qué es lo que se ve en pantalla, pero cuando la partida acaba y se disponen a salir del edificio camino al metro, la mano tímida de una tercera persona, la que está grabando, se cuela en el plano para devolver a la realidad. Quizás la decisión fuera meditada o puede que Yuliya Shatun necesitara de verdad sostenerse en la barandilla para no perder el equilibrio. Probablemente sea el director el único que puede resolver la duda, pero hasta entonces, la extremidad que rompe el plano sirve para devolver consciencia al espectador.

Llama la atención cómo no es hasta que van a salir a la calle que aparece el título de la película. Parece un anticipo de la siguiente media hora en la que la ciudad está más presente, pues los protagonistas pasean por sus calles y al tiempo que la cámara se aleja para darles un espacio que no habían tenido durante la partida de billar, la conversación sobre la vida en Minsk adquiere profundidad. Rememora a la trilogía de Richard Linklater, a ese cine postmoderno en el que las imágenes apoyan los diálogos fluidos y dinámicos, no al contrario.

La reflexión sobre la relación real de los protagonistas y sobre la vida en el país se cuenta sola con la conversación de estos. Aprovechan la recapitulación en su historia para hablar de ellos mismos en tercera persona, y por si se tiene alguna duda de que se refieren al otro, Lavretksi utiliza recursos visuales extraídos de la realidad para confirmarlo. Es una segunda oportunidad para crear una impresión nueva después de ya haberse conocido en una situación, un contexto y con unas experiencias –compartidas– totalmente diferentes que cambian las reglas del juego del director. Paula García Peralta


El director, quien también es crítico, utiliza su propia vida para mezclar experiencias reales y ficticias en una película de autoficción. Esta obra busca explorar la identidad, cuestionar la noción de verdad y desafiar la narrativa convencional. Desde el principio, la película se presenta como un ensayo de la realidad, al establecer cómo se articulan los personajes. Así como un etude musical, que se enfoca en aspectos técnicos y desafíos específicos, trasciende su propósito técnico y tiene un valor artístico en sí mismo. El cineasta bielorruso genera una obra de género romántico a través del lenguaje cinematográfico, utilizando un único plano secuencia donde la camarógrafa también participa, exhibiendo su sombra siguiendo a la pareja. Por ello esta película puede ser valorada como un estudio o reflexión sobre el romance y el cine. Los elementos de la realidad se centran en el desarrollo narrativo y expresivo, incluyendo insertos de otros vídeos y películas para mostrar las palabras. A Date in Minsk presenta una puesta en escena conceptual sobre la realidad en el cine, mientras se articula un diálogo espontáneo, vivaz, alegre y juicioso de una pareja en Bielorrusia 2022.

En la película, el personaje principal, quien también es el director y actor, se interpreta a sí mismo y entabla una conversación con una mujer, su expareja en la vida real; ambos actúan interpretando su primera cita. Él expresa su deseo de realizar una película basada en la realidad y menciona a Scorsese, armando un drama cinema. Este drama se convierte en un tema intelectual de discusión con la chica recién conocida. Durante una partida de billar, reflexiona sobre el arte, centrándose en la ópera del teatro Bolshoi y criticando el arte contemporáneo. De fondo suena la canción Aserejé. Mientras tanto, la camarógrafa graba con un iPhone, aportando una subjetividad adicional como otro personaje en esta representación. El movimiento nervioso de la cámara genera excitación y transmite la ansiedad del personaje por su primera cita. A su vez, la camarógrafa cuestiona y se acerca a las acciones. Pareciera agitarse alrededor de ellos, como si supiera que, al igual que un sacerdote, está uniendo a dos personas en un cuadro, pero, en realidad, solo es una espectadora. Sin embargo, el hecho de que sea una película aporta autenticidad tanto al hecho cinematográfico como al romance. Vaya cita, la primera y se hizo película, segura que habrá segunda.

Un momento de gran retórica ocurre cuando el protagonista reconoce una fiesta de matrimonio y la tradición de devolver el saludo con otro. En ese fragmento, la ciudad de Minsk se hace presente con sus habitantes, sus ecos y sus voces. Surge la gran pregunta de si fue falso o verdadero, pero en última instancia, lo importante es que ocurrió y en la imagen se ve a un joven alegre por la celebración de otros. ¿Es relevante expresar que te gustan las fiestas de bodas en una primera cita? Este episodio conmueve y cada avance que tienen en su corta cita. Él propone pero ella es la que dispone, a pesar de todo, ella solo quiere regresar a casa.

¿El amor consiste en provocar y seducir con la realidad de un cuento? Esta pregunta también cuestiona el relato de A Date in Minsk. Si nos adentramos en la profundidad de su narrativa, lo importante es qué es lo que deseamos ver y cómo lo vemos. Las obras reflexivas buscan ofrecer consejos, y la película juega con esta idea. Provoca en la mirada una valentía para mostrar la toma de decisiones y perderse en la realidad, en la narrativa y en la propia película. El rechazo no importa para los artistas, quienes deben enfrentarlo con determinación y ser sinceros consigo mismos. No importa quién lo diga, el cine también sirve para eso. Jaime Pinto Llosa