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El cine de Marco Bellocchio se ha convertido en una poderosa maquinaria de impugnación y reflexión sobre el pasado de la vida italiana. Bellocchio puede revisar el caso Aldo Moro para contarnos la pasividad política del poder, adentrarse en las cloacas de la mafia o indagar en la oscura historia de una amante de Musolini para analizar los mecanismos de puesta en escena y mentira del fascismo. En este repaso histórico, Rapito es otro capítulo memorable. Estamos en 1857, Bolonia forma parte de los Estados Pontificios y está gobernada por un papa rey, Pio IX, el papa más longevo de la Historia, una parte de cuyo mandato estuvo marcada por la revolución que estallaría cuando el rey Víctor Manuel propuso el camino hacia la unificación italiana. Rapito transcurre entre el periodo de poder absoluto del papa y su decadencia y muerte en 1878, cuando se había realizado la unificación italiana. En medio de este contexto político marcado por las corrientes revolucionarias, Bellocchio nos habla sobre la creación de la identidad.

El punto de partida del relato no es otro que el rapto por parte de los poderes católicos de Edgardo Mortara, un niño de una familia judía que había sido bautizado por su nodriza para que no fuera a parar al limbo de los justos donde están los no convertidos. El niño es capturado por el Vaticano y convertido a la religión católica. Bellocchio cuestiona el poder del dogma para acabar planteando un debate sobre la identidad. En cierto modo la trama deriva en una curiosa versión de Centauros del desierto de John Ford en la que el niño secuestrado se convierte al cristianismo, acepta la religión, actúa como un sacerdote y rechaza a su familia cuando esta quiere que vuelva a sus raíces judías. Bellocchio filma la historia con una gran potencia visual y dramática, como si toda ella estuviera marcada por un auténtico estallido de furor y rabia, como si fuera preciso sacar a la luz el lado oscuro de los antiguos resortes de poder inquisitorial en el interior de la iglesia. En un momento significativo de la película el niño Edgardo es obligado con el papa a dibujar en el suelo de una iglesia tres cruces con su lengua. Los dogmas aparecen como inalterables, como elementos fantasmagóricos que crean una auténtica batalla entre diferentes opciones de la fe. Bellocchio nunca falla. Àngel Quintana


Bolonia, año1858, cuando todavía la ciudad pertenece a los Estados Pontificios bajo la autoridad religiosa y política del papa Pío IX. Un niño de un familia judía es secuestrado por el jefe de la Inquisición, acatando órdenes del Vaticano, por el hecho de que la criatura ha sido bautizada (en realidad, por una sirvienta de la casa y a espaldas de los padres), y recluido en instalaciones de la iglesia católica para ser educado como cristiano. Marco Bellocchio cuenta este caso verídico (previamente documentado por el libro de David Kertzer El secuestro de Edgardo Mortara, 1997) con notable fuerza dramática, enfebrecida pasión narrativa, justificada furia icónica y algunas (o bastantes) dosis de ampulosidad impostada por encuadres enfáticos y música pomposa. Lo mejor del Bellocchio de Vincere (2009) y de El traidor (2019) confluye aquí con las tentaciones –siempre presentes en su cine– por la estridencia y por el subrayado, lo que le lleva a engolar la voz en busca de la trascendencia.

La película resultante es una radiografía crítica demoledora de la barbarie fundamentalista de la iglesia católica, de sus ritos autojustificativos y de sus ceremonias supersticiosas. Sus imágenes incluyen un retrato del pontífice (engreído, autoritario, enrabietado y un punto granguiñolesco) que enlaza directamente con los de otros grandes personajes malvados de Bellocchio, pero al cineasta se le escapa en realidad la gran película que había dentro de esta historia. Su relato se atiene a documentación de los hechos (las reclamaciones de la familia, la introducción del niño en los catecúmenos de Roma, el proceso contra el presidente de la inquisición, etc.) y rememora el telón de fondo histórico (el itinerario que conduce a la reunificación de Italia y a la caída del poder político del papa), pero se queda fuera de campo –sumergida en una elipsis de diez años– la conversión de Edgardo en un católico ferviente; es decir, el proceso que podría explicar el comportamiento final del personaje ante la inminente muerte de su madre, en el clímax final del relato. Y ese comportamiento no se entiende porque la elipsis oculta aquel gran tema del que hablaba Antonio Drove en su cortometraje La caza de brujas (1967), que analizaba ‘cómo la víctima asume la moral de sus opresores’ también en un marco de opresión religiosa. Esa habría sido, claro está, otra película, pero a este cronista se le queda la sensación de que el verdadero interés de lo que aquí se cuenta estaba en otra parte. Carlos F. Heredero