Carlos F. Heredero.
La controversia es inevitable, y con toda seguridad también provechosa. O, por lo menos, deberíamos intentar que lo fuera. Que El árbol de la vida, la nueva película de Terrence Malick, ocupe tanto nuestra portada como las páginas del Gran Angular, igual que ha sucedido estos últimos meses en Film Comment (Estados Unidos), Sight & Sound (Gran Bretaña), Cahiers du cinéma (Francia), El amante (Argentina) y Cinema Scope (Canadá), no es el resultado de ningún conciliábulo cinéfilo ni mucho menos de una encubierta –y harto improbable– operación publicitaria. El film de Malick, con su poderosa cosmogonía imbuida de misticismo en torno a los orígenes del universo, con su visionaria representación de los albores de la Tierra, con su irredenta determinación de capturar lo inasible y de atrapar el latido de las emociones, con sus explícitas ambiciones de trascendencia religiosa, con su vocacional dimensión de poema lírico no narrativo, con todo su misterio y con todos sus excesos, con todos sus clamorosos desequilibrios y con todo su arrollador impulso fílmico, no necesita las muletas de ninguna operación de marketing para convertirse en un película-acontecimiento y en un film de culto.
Ni siquiera la esquiva, ermitaña y secreta personalidad de su creador, con todas las leyendas que genera a su alrededor –cual cinematográfico J. D. Salinger– y con todas las excepcionales peculiaridades que conocemos sobre sus rodajes a través de lo que cuentan sus colaboradores (véanse las entrevistas con Brad Pitt y con Emmanuel Lubezki) es suficiente para explicar –unida a todo lo anterior– la conmoción inevitable, el desconcierto y el pasmo que genera una obra como El árbol de la vida. Es el privilegio de los grandes creadores en cualquier disciplina artística: el de proponer algo que nunca antes habíamos podido imaginar, sacudir las certezas y los dogmas imperantes, poner en cuestión nuestra propia percepción de la vida, interrogar o poner patas arriba los códigos fundadores de las formas de representación conocidas. Invitarnos, en definitiva, a explorar nuevas rutas expresivas y exigirnos, en cualquier caso, una actitud más abierta ante aquello que nos cuestiona a nosotros mismos.
No es preciso comulgar con una visión religiosa de la existencia humana para sentirse fascinado, o concernido, por las imágenes de El árbol de la vida –o de Ordet (Dreyer), o de El Evangelio según Mateo (Pasolini), o de Rompiendo las olas (Von Trier), o de El proceso de Juana de Arco (Bresson) o de La última tentación de Cristo (Scorsese)– de la misma manera que el repudio ante las pretensiones cosmogónicas y el trascendentalismo espiritualista del film no son privativos de una concepción laica del mundo. Parece bastante razonable imaginar que Manny Farber no hubiera dudado en considerar El árbol de la vida como “arte elefante blanco”, pero también es cierto que ninguna otra película de este año, ni de bastantes años atrás, se ha esforzado tanto –ni con tanta pasión– por indagar en los misterios de lo invisible: un desiderátum que, a fin de cuentas, está inscrito en el propio ADN del cine. Abramos pues el debate y, sobre todo, abramos bien nuestros ojos. Estamos ante una película que nos lo demanda.
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