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Existe una cierta y extraña incomodidad cuando un espectador se encuentra ante un plano secuencia fijo. La dilatación y duración del mismo, la extraña sensación de que los códigos del montaje y la narrativa audiovisual clásica, (con su uso concatenado y armónico entre planos generales, planos medios y primeros planos y su ritmo conformado por la armonía de los mismos), son dinamitados ante una decisión estilística que rompe ese pacto entre obra y audiencia, entre autor y público, que construyen el artificio de la ficción audiovisual.

Por lo tanto, no es de extrañar que autores como Gaspar Noé en Irreversible o Henry McNaughton en Henry, retrato de un asesino, hicieran uso de dicha técnica en dos secuencias cruciales de sus incómodos y polémicos trabajos. El primero, en la secuencia de la violación a Alex, el personaje interpretado por Monica Bellucci. Una secuencia de doce minutos de duración, cuyo plano fijo a ras del suelo y de infinita profundidad de campo, coloca al espectador en una posición de inferioridad, de impotencia, ante el inenarrable horror que sufre la protagonista del filme, incidiendo en esa cualidad voyeurística del cine y el conflicto entre fascinación y repulsión que provocan sus imágenes. Algo parecido ocurre en una de las secuencias clave de la ópera prima de John McNaughton. En ella, y a través de una videocámara de baja resolución de vídeo doméstico y partiendo de un punto de vista cercano al que Noé usaría posteriormente en la mencionada Irreversible, pero sin la infinita profundidad de campo, Henry y Otis registran, con su videocámara doméstica -también desde un plano fijo sin corte y de dilatada duración- el cruento y salvaje asesinato de una familia en su propio domicilio. Una home invasion, una violación del espacio personal e íntimo que Mcnaughton traslada a sus espectadores de una manera que hace imposible no ser testigo y casi partícipe del atroz acto cometido por sus dos protagonistas masculinos.

Ambas secuencias y sus decisiones formales y estilísticas vienen al recuerdo cuando nos enfrentamos a So she doesn’t live, tercera película del director bosnio Faruk Loncarevic, ganadora de la Palmera de Oro de la 36 edición de La Mostra de Valencia. Un trabajo, donde su realizador también ha acometido las tareas de productor, guionista, montador e incluso distribuidor del filme, a partir de un exiguo presupuesto de 20.000 euros. Esto último, principal razón de la parquedad y concreción de su puesta en escena, pero también de sus atrevidos e interesantes resultados. Un ejercicio de estilo compuesto por 25 planos secuencia fijos para un depurado montaje de escasos noventa y dos minutos de duración, que componen un relato seco y áspero, de progresiva violencia y degradación, que, al contrario que sus referentes mencionados previamente, consiguen eludir la representación del horror, a partir de un uso del fuera de campo escalofriante, máxime cuando la cinta se auto-impone esa supuesta limitación formal resultado de la decisión del uso del plano fijo.

Pero en un alarde de pericia, Loncarevic es capaz de representar una infinidad de tiros de cámara, de puntos de vista, de sensaciones y sentimientos estremecedores, que van desde el plano general voyeurista y pictoricista, tan bello como macabro -que trae al recuerdo la Ofelia de John Everett Millais, tanto estética como argumentalmente- para finalmente entablar una suerte de diálogo entre los horrores del pasado ocurridos en Sarajevo -no es casual que a lo largo del metraje de So she doesn’t live, un noticiario aluda a uno de sus fantasmas- y su aséptico y distanciado ensayo acerca de la violencia contra las mujeres.