¿Es Dahomey, el segundo largometraje de Mati Diop, una sinfonía visual parecida a la otra película vista en la primera jornada de la sección Zabaltegi de San Sebastián, Soundtrack to a Coup d’Etat, de Johan Grimonprez? ¿O se trata más bien de un film fallido, que pretende crear una poética fantasmal a partir de un hecho histórico y finalmente acaba llevándolo todo a un terreno más convencional y discursivo? No daré una respuesta a estas preguntas, pues sería como solucionar una de las cuestiones clave de una cierta tendencia del cine contemporáneo, algo hoy por hoy imposible. Pero sí diré que el principio de esta película extraña, arrítmica, que funciona a base de fogonazos y destellos luego tristemente extinguidos, es uno de los que me ha fascinado en los últimos años, mientras que la segunda parte oscila y se desequilibra a sí misma como si no tuviera nada mejor que hacer. El punto de partida es el retorno de unas cuantas obras de arte del reino de Dahomey a Benín, el actual país africano, en una clara vindicación de la cultura autóctona, expoliada por las fuerzas colonialistas francesas durante el siglo XIX.
El transcurso de este viaje desde el museo parisino en que se encuentran las piezas hasta la capital de Benín contiene imágenes pregnantes, inolvidables: por un lado, el embalaje de unas figuras antropomorfas que parecen cobrar vida ante nuestros ojos, todo ello acompañado por una voz en off que otorga una energía poética arrolladora al material abordado; por otro, la llegada a Benín, donde los cantos y danzas de bienvenida de los nativos y nativas se resumen extrañamente en la cortina del ministerio de cultura donde desembarcan las cajas ondeando al viento, una imagen digna de un film de Jacques Tourneur. Diop ya había ensayado esta poesía espectral disfrazada de género fantastique –o viceversa– en su primer largo, Atlantique (2019), donde el colonialismo y los zombis se daban la mano. Y también allí ya había dejado claro que lo suyo es hallar unas cuantas metáforas visuales que luego no sabe continuar con la densidad que sería de desear. En Dahomey, cuando la película se centra en las discusiones entre los jóvenes de la Universidad de Abomey-Calavi sobre qué conviene hacer con la herencia colonial tenemos dos opciones: o bien dejarnos seducir por ese cóctel imposible entre imagen y palabra, entre poesía y discurso, o bien rechazarlo como el inicio de algo que nunca llega a cuajar. Pero quizá no se trate de eso: mejor ver la película de Mati Diop –no confundir con Alice Diop, la autora de Saint Omer (2022)– como un intento desesperado de casar pasado y presente en la cultura francesa, la tradición de Maurice Blanchot y Emmanuel Lévinas –la noche original, la oscuridad de la que surgen las imágenes y la escritura– con las nuevas políticas de lo decolonial en el mundo africano. Quizá tengan más que ver de lo que parece.
Carlos Losilla
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